Los dolores de cabeza: (1)
Toda una serie de sensaciones corporales dolorosamente desagradables, que de ordinario se tratan como trastornos orgánicos, son de origen psíquico o tienen interpretación -psíquica-.
Existe toda una serie de vivencias que pueden ir acompañadas de una sensación física; por ejemplo, la sensación de una punzada en la zona del corazón (se me quedó como una espina clavada en el corazón), o un dolor en el rostro (como una bofetada), o en la garganta (es que no lo trago), o lo mismo en los genitales o en la zona del estómago o en el interior de la boca (como una patada en cualquiera de estos sitios). Son dolores con frases que los representan.
El dolor de cabeza, en muchos casos, se ha de interpretar inequívocamente como un problema… mental, algo del estilo de la frase: No se qué tengo en la cabeza... que no me deja…en paz. La experiencia analítica sobre todas, ha mostrado y demostrado que el dolor aflojaba hasta desaparecer según se resolvía el problema correspondiente. Sensaciones en el cuello, en la garganta, suelen ir paralelas a un pensamiento de tipo: me lo tengo que tragar; y estas sensaciones dolorosas emergían a raíz de una ofensa recibida sin posibilidad de protesta (por ejemplo ante una reprimenda injusta o excesiva por parte de un superior o de alguien más poderoso); lo cual demostraba, de nuevo, que había relación entre el síntoma y la historia de la vida del sujeto. Esto es, el sujeto crea por simbolización, una expresión somática para una representación (imagen del recuerdo de la situación) saturada de afecto.
Hay un discurrir paralelo entre sensaciones y representaciones, unas veces la sensación es la que despierta a la representación como interpretándola, y otras veces es la representación la que simboliza a la sensación, dándole cuerpo.
Todas estas sensaciones e inervaciones pertenecen a una expresión de las emociones plena de sentido. Esas expresiones verbales que parecen metáforas, poseen muchas veces, justamente, un intenso sentido literal. Es menos individual y arbitrario de lo que se suele creer, producir simbólicamente una expresión somática que en realidad representa a un afecto. No es extraño que expresiones como ponerse rojo de vergüenza, verde de envidia, pálido de ira, sin color -lívido- por un susto, o seco -sin sangre en las venas- por una sorpresa..., sean giros cuyo origen se pierda en la prehistoria del lenguaje, es decir, que se deban a una observación a veces consciente y a veces no, pero sistemáticamente comprobada, del fenómeno humor-color, durante cientos de años, hasta transmitirlo como saber empírico, como experiencia contrastada por la ley del acierto error.
Es posible que en sujetos nerviosos pero también en otros no nerviosos, se reaccione a un afecto con una señal de alerta o de peligro, como un semáforo en rojo, por ejemplo, contrayendo un eritema -mancha encarnada en el cuello, pecho y rostro o en cualquier otra parte del cuerpo-, puesto que esa reacción está condicionada por representaciones inconscientes que quieren acceder a la conciencia, y no encuentran otra forma más que esa.
domingo, 26 de diciembre de 2010
sábado, 6 de noviembre de 2010
El amor, el odio, la duda y la inseguridad
El amor, el odio, la duda y la inseguridad
( Un algo de información teórica, siguiendo a Freud paso a paso )
El amor el odio
Sabemos por los escritores y los poetas, estudiosos del amor, que un principio de enamoramiento es percibido muchas veces como odio, y que el amor que encuentra negada la satisfacción se torna fácilmente en odio; y también nos habían advertido que en estadios tempestuosos del enamoramiento pueden subsistir, como en una competición pugilística, ambos sentimientos contradictorios (por ejemplo escarlata en Lo que el viento se llevó o Ridclif en Cumbres borrascosas). Por nuestra parte, a pesar de haber observado y estudiado el asunto, nos seguimos asombrando al encontrar una yuxtaposición crónica de amor y odio tan intensa, orientada, además, hacia la misma persona.
Esta especial relación de amor-odio que constituye uno de los caracteres más manifiestamente frecuentes e importantes de la neurosis obsesiva, en realidad, es el substrato de todas las neurosis. En el fondo de toda neurosis descubrimos el odio que el amor mantiene reprimido en lo inconsciente; y allí, a salvo de la acción de la conciencia, puede, el odio (inconsciente, a partir de ese momento) subsistir sin menguar, e incluso crecer. Cuando esto ocurre, el amor consciente ha de alcanzar una especial intensidad para poder mantener, sin tregua, reprimido a su contrario.
[Esquemáticamente:
Amor consciente y Odio consciente
-REPRESIÓN-
Amor consciente y Odio inconsciente]
Evidentemente lo sencillo, hubiera sido que el amor hubiera podido dominar al odio o bien que hubiese sido devorado por él; sin embargo, en lo humano poco hay sencillo y en estos casos comprobamos que el amor no ha podido extinguir el odio, sino tan solo rechazarlo hasta lo inconsciente.
El estudio de la prehistoria de esta situación nos muestra que esta constelación de la vida amorosa parece deber su condición a una disociación muy temprana -durante los seis primeros años de vida- de los dos elementos en pugna, resultando uno de ellos, generalmente el odio, objeto de una represión prematura y demasiado fundamental.
Este odio (que es el componente sádico del amor) pugna en todo momento por expresarse en la conciencia, para ello aprovecha momentos de flaqueza de la atención de la conciencia y se sirve de los sueños, los actos fallidos, las fantasías inconscientes y los síntomas. Ahora bien, para que se pueda mantener el equilibrio del psiquismo en esa situación, el resultado ha de ser un amor consciente intensificado, -como reacción-, para compensar el sadismo que continua actuando en lo inconsciente en calidad de odio, tal y como hemos dicho que se observa, en los fenómenos neuróticos.
La duda y la inseguridad.
Hace mucho que he deseado que él estuviese muerto; sin embargo,
sé que estaría mucho más apenado que feliz si él fuese a morir:
así que no sé qué decir
(-decía Alcibíades, hablando de Sócrates-)
Es decir, si contra un amor intenso se alza un odio casi tan intenso como él, la consecuencia inmediata tiene que ser una parálisis parcial de la voluntad, una incapacidad de adoptar cualquier resolución en lo tocante a todos aquellos actos cuyo móvil sea el amor. Pero como decía el poeta:
¿Y qué actos de un enamorado no tienen relación con su enamorada?. Todo tiene que ver con ella. Así que tal indecisión no permanece limitada por mucho tiempo a un solo grupo de actos y en consecuencia esta indecisión, se extiende paulatinamente a toda la actividad del sujeto, y con ello ha quedado instaurado el régimen de la obsesión y de la duda (la duda obsesiva). Duda que corresponde a la percepción interna de la indecisión, y que es consecuencia de la inhibición del amor por el odio.
El indeciso, duda de su propio amor; precisamente duda sobre aquello que (subjetivamente) debía ser lo más seguro para cada uno: su propio amor.
Freud nos da el ejemplo: Una señora que acababa de comprar un peine para su hija, al ser asaltada por una sospecha celosa contra su marido, que la deja de compras, mientras él va a hacer un recado en el que emplea un tiempo a todas luces excesivo, empezó a dudar en el acto de si aquel peine no venía ya siendo suyo desde siempre. Locual es como si dijera abiertamente: Si puedo dudar de tu amor (y esta era tan sólo una proyección de sus dudas sobre su propio amor a su marido), puedo dudar de todo, revelándonos así el sentido oculto de la duda neurótica.
Algun tiempo antes Shakespeare le hace decir a Hamlet dirigiéndose a Ofelia: Aquel que duda de su amor tiene que dudar de todo lo demás menos importante; y efectivamente, eso es lo que ocurre, esa duda se desplaza, se difunde sobre todo lo demás; aprovechando la inseguridad memoria la duda se extiende a los actos ya realizados, a los que carecieron de toda relación con el complejo del amor y el odio, y a todo su pasado, recayendo preferentemente sobre lo más nimio e indiferente, sobre lo sin importancia.
Y así, como una condena a tomar medidas de protección contra la duda, se provoca la inseguridad, y para desvanecerla pone en juego, el sujeto, las más diversas técnicas defensivas, (oraciones, palabras usadas como sortilegios, actos rituales, etc.), y repite y repite la técnica defensiva obsesivamente (otro acto obsesivo); todo para evitar la irrealizable resolución amorosa primitivamente inhibida, pero fantaseada después inconscientemente.
De esta manera los actos obsesivos se aproximan, cada vez más, y con mayor precisión, a los actos sexuales infantiles autoeróticos, es decir, no orientados a otra persona (el objeto del amor-odio), sino hacia sí misma, como en la actividad onanista.
Ahora bien, en sentido estricto, estos actos obsesivos, sólo se hacen posibles por cumplirse en ellos una especie de reconciliación de los dos impulsos contrapuestos: el amor y el odio, por eso decimos que, por tanto, son productos transaccionales (entre el amor y el odio) y como tales, todas las técnicas que el sujeto pone en juego fracasan más tarde o más temprano, puesto que en cuanto el impulso amoroso ha logrado realizar algo, después de desplazarse sobre un acto indiferente, es seguido por el impulso hostil que se esfuerza en anular su obra.
No es por nada, tanto acto preparatorio para nada.
El pensamiento reemplaza a la acción, y se impone con poder obsesivo, en lugar del acto sustitutivo: Si algo no ha sido pensado y repensado y vuelto a pensar, no tiene valor (para el pensamiento obsesivo).
Y para terminar esta aproximación, una nota literal del doctor:
En los historiales de estos enfermos hallamos regularmente la emergencia precoz y la represión prematura de la pulsión (el instinto) sexual visual y de saber, la cual regula también toda una parte de su actividad sexual infantil, y esto se relaciona muy probablemente con el hecho del muy alto promedio de capacidad intelectual de los pacientes obsesivos.
(Más en: Análisis de un caso de N. Obsesiva, S. Freud, 1909)
( Un algo de información teórica, siguiendo a Freud paso a paso )
El amor el odio
Sabemos por los escritores y los poetas, estudiosos del amor, que un principio de enamoramiento es percibido muchas veces como odio, y que el amor que encuentra negada la satisfacción se torna fácilmente en odio; y también nos habían advertido que en estadios tempestuosos del enamoramiento pueden subsistir, como en una competición pugilística, ambos sentimientos contradictorios (por ejemplo escarlata en Lo que el viento se llevó o Ridclif en Cumbres borrascosas). Por nuestra parte, a pesar de haber observado y estudiado el asunto, nos seguimos asombrando al encontrar una yuxtaposición crónica de amor y odio tan intensa, orientada, además, hacia la misma persona.
Esta especial relación de amor-odio que constituye uno de los caracteres más manifiestamente frecuentes e importantes de la neurosis obsesiva, en realidad, es el substrato de todas las neurosis. En el fondo de toda neurosis descubrimos el odio que el amor mantiene reprimido en lo inconsciente; y allí, a salvo de la acción de la conciencia, puede, el odio (inconsciente, a partir de ese momento) subsistir sin menguar, e incluso crecer. Cuando esto ocurre, el amor consciente ha de alcanzar una especial intensidad para poder mantener, sin tregua, reprimido a su contrario.
[Esquemáticamente:
Amor consciente y Odio consciente
-REPRESIÓN-
Amor consciente y Odio inconsciente]
Evidentemente lo sencillo, hubiera sido que el amor hubiera podido dominar al odio o bien que hubiese sido devorado por él; sin embargo, en lo humano poco hay sencillo y en estos casos comprobamos que el amor no ha podido extinguir el odio, sino tan solo rechazarlo hasta lo inconsciente.
El estudio de la prehistoria de esta situación nos muestra que esta constelación de la vida amorosa parece deber su condición a una disociación muy temprana -durante los seis primeros años de vida- de los dos elementos en pugna, resultando uno de ellos, generalmente el odio, objeto de una represión prematura y demasiado fundamental.
Este odio (que es el componente sádico del amor) pugna en todo momento por expresarse en la conciencia, para ello aprovecha momentos de flaqueza de la atención de la conciencia y se sirve de los sueños, los actos fallidos, las fantasías inconscientes y los síntomas. Ahora bien, para que se pueda mantener el equilibrio del psiquismo en esa situación, el resultado ha de ser un amor consciente intensificado, -como reacción-, para compensar el sadismo que continua actuando en lo inconsciente en calidad de odio, tal y como hemos dicho que se observa, en los fenómenos neuróticos.
La duda y la inseguridad.
Hace mucho que he deseado que él estuviese muerto; sin embargo,
sé que estaría mucho más apenado que feliz si él fuese a morir:
así que no sé qué decir
(-decía Alcibíades, hablando de Sócrates-)
Es decir, si contra un amor intenso se alza un odio casi tan intenso como él, la consecuencia inmediata tiene que ser una parálisis parcial de la voluntad, una incapacidad de adoptar cualquier resolución en lo tocante a todos aquellos actos cuyo móvil sea el amor. Pero como decía el poeta:
¿Y qué actos de un enamorado no tienen relación con su enamorada?. Todo tiene que ver con ella. Así que tal indecisión no permanece limitada por mucho tiempo a un solo grupo de actos y en consecuencia esta indecisión, se extiende paulatinamente a toda la actividad del sujeto, y con ello ha quedado instaurado el régimen de la obsesión y de la duda (la duda obsesiva). Duda que corresponde a la percepción interna de la indecisión, y que es consecuencia de la inhibición del amor por el odio.
El indeciso, duda de su propio amor; precisamente duda sobre aquello que (subjetivamente) debía ser lo más seguro para cada uno: su propio amor.
Freud nos da el ejemplo: Una señora que acababa de comprar un peine para su hija, al ser asaltada por una sospecha celosa contra su marido, que la deja de compras, mientras él va a hacer un recado en el que emplea un tiempo a todas luces excesivo, empezó a dudar en el acto de si aquel peine no venía ya siendo suyo desde siempre. Locual es como si dijera abiertamente: Si puedo dudar de tu amor (y esta era tan sólo una proyección de sus dudas sobre su propio amor a su marido), puedo dudar de todo, revelándonos así el sentido oculto de la duda neurótica.
Algun tiempo antes Shakespeare le hace decir a Hamlet dirigiéndose a Ofelia: Aquel que duda de su amor tiene que dudar de todo lo demás menos importante; y efectivamente, eso es lo que ocurre, esa duda se desplaza, se difunde sobre todo lo demás; aprovechando la inseguridad memoria la duda se extiende a los actos ya realizados, a los que carecieron de toda relación con el complejo del amor y el odio, y a todo su pasado, recayendo preferentemente sobre lo más nimio e indiferente, sobre lo sin importancia.
Y así, como una condena a tomar medidas de protección contra la duda, se provoca la inseguridad, y para desvanecerla pone en juego, el sujeto, las más diversas técnicas defensivas, (oraciones, palabras usadas como sortilegios, actos rituales, etc.), y repite y repite la técnica defensiva obsesivamente (otro acto obsesivo); todo para evitar la irrealizable resolución amorosa primitivamente inhibida, pero fantaseada después inconscientemente.
De esta manera los actos obsesivos se aproximan, cada vez más, y con mayor precisión, a los actos sexuales infantiles autoeróticos, es decir, no orientados a otra persona (el objeto del amor-odio), sino hacia sí misma, como en la actividad onanista.
Ahora bien, en sentido estricto, estos actos obsesivos, sólo se hacen posibles por cumplirse en ellos una especie de reconciliación de los dos impulsos contrapuestos: el amor y el odio, por eso decimos que, por tanto, son productos transaccionales (entre el amor y el odio) y como tales, todas las técnicas que el sujeto pone en juego fracasan más tarde o más temprano, puesto que en cuanto el impulso amoroso ha logrado realizar algo, después de desplazarse sobre un acto indiferente, es seguido por el impulso hostil que se esfuerza en anular su obra.
No es por nada, tanto acto preparatorio para nada.
El pensamiento reemplaza a la acción, y se impone con poder obsesivo, en lugar del acto sustitutivo: Si algo no ha sido pensado y repensado y vuelto a pensar, no tiene valor (para el pensamiento obsesivo).
Y para terminar esta aproximación, una nota literal del doctor:
En los historiales de estos enfermos hallamos regularmente la emergencia precoz y la represión prematura de la pulsión (el instinto) sexual visual y de saber, la cual regula también toda una parte de su actividad sexual infantil, y esto se relaciona muy probablemente con el hecho del muy alto promedio de capacidad intelectual de los pacientes obsesivos.
(Más en: Análisis de un caso de N. Obsesiva, S. Freud, 1909)
domingo, 31 de octubre de 2010
Un ejemplo de Análisis de un caso de Neurosis obsesiva (T.O.C.) tomado de Freud
Un ejemplo de Neurosis obsesiva
La represión y el desplazamiento del afecto en el TOC
En la histeria la regla general es que: los motivos recientes de la enfermedad sucumban a la amnesia, lo mismo que los sucesos infantiles, y que con su auxilio, los motivos recientes transformen su energía afectiva en síntomas. Sin embargo, en aquellos casos en que resulta imposible un olvido total, el motivo traumático reciente es atacado por la amnesia y despojado, por lo menos, de sus principales elementos.
En la neurosis obsesiva,generalmente, sucede otra cosa.
Las premisas infantiles de la neurosis (o sea, los traumas primeros, ya sean sucesos o recuerdos de sucesos) pueden, a menudo, haber sucumbido a una amnesia incompleta; siendo, en cambio, conservados en la memoria los motivos recientes de la enfermedad. En semejante amnesia vemos las pruebas de que hubo una represión anterior (una primera represión) y que una represión segunda, ha utilizado aquí un mecanismo diferente y más sencillo, simplificado, podríamos decir. De modo tal que, en lugar de olvidar el trauma, lo que ha hecho ha sido despojarlo de su carga afectiva (lo ha desafectivizado), de tal forma que en la conciencia quede tan sólo su carcasa, o sea, un contenido ideológico indiferente, y juzgado como insignificante por la conciencia. El resultado es casi el mismo que si hubiera sucumbido totalmente a la amnesia, al olvido, pues el contenido de la memoria considerado indiferente, muy raras veces es reproducido y no desempeña papel alguno en la actividad mental consciente de la persona.
El psicoanálisis diferencia ambas formas de represión, porque tienen valor práctico, lo cual se manifiesta muy precisamente durante el tratamiento, por las afirmaciones del paciente: -"Experimentaba la sensación de haber sabido siempre eso pero, de haber olvidado, en cambio, lo otro hace ya mucho tiempo".
Esto, nos lleva, naturalmente, a afirmar que en la neurosis obsesiva hay dos clases de conocimientos simultáneamente y de igual importancia; uno que, en el neurótico obsesivo, conoce sus traumas y otro que al tiempo, no los conoce: los conoce en tanto que no los ha olvidado, y no los conoce en cuanto que ignora su significación.
Es por estos descubrimientos, que en los círculos especializados de la época, hacia 1900, hace poco más de un siglo, se hablaba de una especie de doble conciencia, una la consciente, la que estudiaban los filósofos y tenían por objeto de estudio los psicólogos y que era "la razón" que hasta ese momento, manejaban las ciencias en general; y otra, de la que esta primera nada sabía a no ser por sus efectos, que era una especie de conciencia inconsciente, lo inconsciente que se evidenciaba en la conciencia, es decir, el inconsciente; lo que hoy conocemos como el inconsciente del sujeto hablante.
El sujeto (del inconsciente) no tiene la menor sospecha de haber mencionado algo importante ni recuerda haber concedido jamás valor ninguno a aquel suceso, que por otro lado, tampoco ha olvidado nunca.
No es, pues, nada raro que los enfermos de neurosis obsesiva que se ven atormentados por autorreproches, (puesto que, por efecto de la represión, han enlazado sus afectos a motivos erróneos, -falsos-), comuniquen al médico los verdaderos motivos, sin sospechar que sus reproches, realmente corresponden a otros motivos -los verdaderos- sólo que estos, se hallan desconectados -al haber sido desplazados los verdaderos, los afectos que a ellos corresponden-, por efecto del mecanismo de la represión (-amnesia, olvido- al servicio del yo, de la conciencia).
Podemos, ejemplificar esta observación teórica con un caso de neurosis obsesiva que, siguiendo al pie de la letra a nuestro buen doctor, como él mismo dice: -Me procuró, hace ya muchos años, la comprensión de tal dolencia.
El paciente, era un funcionario que padecía innumerables preocupaciones.
Llamó la atención de Freud el hecho de que al satisfacer los honorarios de cada consulta, el paciente le entregara siempre billetes de banco tersos y limpios. En una de estas ocasiones le dijo, bromeando, que su calidad de funcionario público se revelaba en aquellos flamantes billetes, directamente percibidos de las cajas del Estado, pero este le respondió que tales billetes no eran en modo alguno nuevos, sino que tenía la costumbre de limpiarlos y plancharlos en su casa, pues le daba remordimiento de conciencia entregar a alguien billetes sucios, en los que seguramente había de haber millones de microbios que podían causar graves daños a quien los recibiera.
-Por entonces ya vislumbraba, aunque oscuramente, la relación de las neurosis con la vida sexual, y, en consecuencia, dice Freud, me atreví a interrogar al paciente sobre la suya. Su respuesta fue que no advertía en ella anormalidad ninguna ni sentía carencia de nada, y agregó la confesión siguiente:
Paciente ─ Desempeño en muchas casas de la burguesía acomodada el papel de un viejo pariente amable y lo aprovecho para invitar de cuando en cuando a una muchacha joven a hacer una excursión por el campo, arreglándomelas de manera que perdamos el tren y tengamos que pasar la noche fuera de la ciudad. Desde luego, tomo dos cuartos; pero cuando la muchacha se acuesta entro en el suyo y la masturbo con mis dedos.
Freud ─¿Y no teme usted causarle algún daño, infectándole los genitales con sus manos sucias? El sujeto se mostró indignado.
Paciente ─¿Qué daño voy a causarles? A ninguna le ha sentado mal hasta ahora, y muchas de ellas están ahora casadas y me siguen tratando.
…
A sí pues, podemos explicar, como un desplazamiento del afecto concomitante al reproche, la escrupulosidad del paciente en cuanto a los billetes y su falta de escrúpulo en cuanto a las muchachas confiadas a su custodia.
La tendencia de tal desplazamiento era pues la siguiente: si dejaba el reproche allí donde era justificado, tenía que renunciar a una satisfacción sexual a la que le impulsaban, seguramente, enérgicas determinantes infantiles. Conseguía, pues, con tal desplazamiento una considerable ventaja: no renunciar a una satisfacción sexual (obediente a impulsos primitivos) que implicaría un cambio de conducta, y disfrazar ese remordimiento de conciencia -por gozar de esa manera- con las innumerables preocupaciones que padecía, lo cual, como vemos, fue lo manifiesto, la razón que le llevó a la consulta.
(Más en Análisis de un caso de neurosis obsesiva, -encontrable en varias editoriales-)
La represión y el desplazamiento del afecto en el TOC
En la histeria la regla general es que: los motivos recientes de la enfermedad sucumban a la amnesia, lo mismo que los sucesos infantiles, y que con su auxilio, los motivos recientes transformen su energía afectiva en síntomas. Sin embargo, en aquellos casos en que resulta imposible un olvido total, el motivo traumático reciente es atacado por la amnesia y despojado, por lo menos, de sus principales elementos.
En la neurosis obsesiva,generalmente, sucede otra cosa.
Las premisas infantiles de la neurosis (o sea, los traumas primeros, ya sean sucesos o recuerdos de sucesos) pueden, a menudo, haber sucumbido a una amnesia incompleta; siendo, en cambio, conservados en la memoria los motivos recientes de la enfermedad. En semejante amnesia vemos las pruebas de que hubo una represión anterior (una primera represión) y que una represión segunda, ha utilizado aquí un mecanismo diferente y más sencillo, simplificado, podríamos decir. De modo tal que, en lugar de olvidar el trauma, lo que ha hecho ha sido despojarlo de su carga afectiva (lo ha desafectivizado), de tal forma que en la conciencia quede tan sólo su carcasa, o sea, un contenido ideológico indiferente, y juzgado como insignificante por la conciencia. El resultado es casi el mismo que si hubiera sucumbido totalmente a la amnesia, al olvido, pues el contenido de la memoria considerado indiferente, muy raras veces es reproducido y no desempeña papel alguno en la actividad mental consciente de la persona.
El psicoanálisis diferencia ambas formas de represión, porque tienen valor práctico, lo cual se manifiesta muy precisamente durante el tratamiento, por las afirmaciones del paciente: -"Experimentaba la sensación de haber sabido siempre eso pero, de haber olvidado, en cambio, lo otro hace ya mucho tiempo".
Esto, nos lleva, naturalmente, a afirmar que en la neurosis obsesiva hay dos clases de conocimientos simultáneamente y de igual importancia; uno que, en el neurótico obsesivo, conoce sus traumas y otro que al tiempo, no los conoce: los conoce en tanto que no los ha olvidado, y no los conoce en cuanto que ignora su significación.
Es por estos descubrimientos, que en los círculos especializados de la época, hacia 1900, hace poco más de un siglo, se hablaba de una especie de doble conciencia, una la consciente, la que estudiaban los filósofos y tenían por objeto de estudio los psicólogos y que era "la razón" que hasta ese momento, manejaban las ciencias en general; y otra, de la que esta primera nada sabía a no ser por sus efectos, que era una especie de conciencia inconsciente, lo inconsciente que se evidenciaba en la conciencia, es decir, el inconsciente; lo que hoy conocemos como el inconsciente del sujeto hablante.
El sujeto (del inconsciente) no tiene la menor sospecha de haber mencionado algo importante ni recuerda haber concedido jamás valor ninguno a aquel suceso, que por otro lado, tampoco ha olvidado nunca.
No es, pues, nada raro que los enfermos de neurosis obsesiva que se ven atormentados por autorreproches, (puesto que, por efecto de la represión, han enlazado sus afectos a motivos erróneos, -falsos-), comuniquen al médico los verdaderos motivos, sin sospechar que sus reproches, realmente corresponden a otros motivos -los verdaderos- sólo que estos, se hallan desconectados -al haber sido desplazados los verdaderos, los afectos que a ellos corresponden-, por efecto del mecanismo de la represión (-amnesia, olvido- al servicio del yo, de la conciencia).
Podemos, ejemplificar esta observación teórica con un caso de neurosis obsesiva que, siguiendo al pie de la letra a nuestro buen doctor, como él mismo dice: -Me procuró, hace ya muchos años, la comprensión de tal dolencia.
El paciente, era un funcionario que padecía innumerables preocupaciones.
Llamó la atención de Freud el hecho de que al satisfacer los honorarios de cada consulta, el paciente le entregara siempre billetes de banco tersos y limpios. En una de estas ocasiones le dijo, bromeando, que su calidad de funcionario público se revelaba en aquellos flamantes billetes, directamente percibidos de las cajas del Estado, pero este le respondió que tales billetes no eran en modo alguno nuevos, sino que tenía la costumbre de limpiarlos y plancharlos en su casa, pues le daba remordimiento de conciencia entregar a alguien billetes sucios, en los que seguramente había de haber millones de microbios que podían causar graves daños a quien los recibiera.
-Por entonces ya vislumbraba, aunque oscuramente, la relación de las neurosis con la vida sexual, y, en consecuencia, dice Freud, me atreví a interrogar al paciente sobre la suya. Su respuesta fue que no advertía en ella anormalidad ninguna ni sentía carencia de nada, y agregó la confesión siguiente:
Paciente ─ Desempeño en muchas casas de la burguesía acomodada el papel de un viejo pariente amable y lo aprovecho para invitar de cuando en cuando a una muchacha joven a hacer una excursión por el campo, arreglándomelas de manera que perdamos el tren y tengamos que pasar la noche fuera de la ciudad. Desde luego, tomo dos cuartos; pero cuando la muchacha se acuesta entro en el suyo y la masturbo con mis dedos.
Freud ─¿Y no teme usted causarle algún daño, infectándole los genitales con sus manos sucias? El sujeto se mostró indignado.
Paciente ─¿Qué daño voy a causarles? A ninguna le ha sentado mal hasta ahora, y muchas de ellas están ahora casadas y me siguen tratando.
…
A sí pues, podemos explicar, como un desplazamiento del afecto concomitante al reproche, la escrupulosidad del paciente en cuanto a los billetes y su falta de escrúpulo en cuanto a las muchachas confiadas a su custodia.
La tendencia de tal desplazamiento era pues la siguiente: si dejaba el reproche allí donde era justificado, tenía que renunciar a una satisfacción sexual a la que le impulsaban, seguramente, enérgicas determinantes infantiles. Conseguía, pues, con tal desplazamiento una considerable ventaja: no renunciar a una satisfacción sexual (obediente a impulsos primitivos) que implicaría un cambio de conducta, y disfrazar ese remordimiento de conciencia -por gozar de esa manera- con las innumerables preocupaciones que padecía, lo cual, como vemos, fue lo manifiesto, la razón que le llevó a la consulta.
(Más en Análisis de un caso de neurosis obsesiva, -encontrable en varias editoriales-)
jueves, 7 de octubre de 2010
1.- ¿Por qué se pierde la fidelidad del cliente?
1.- ¿Por qué perdemos la fidelidad del cliente?
Hoy día, los niveles de competencia, en cualquier rama laboral, son tan elevados y las diferencias de precios tan mínimas que, en ese aspecto, todos son casi similares, por tanto, la clave reside en el trato al cliente.
El encuentro con el cliente supone muchas cuestiones: la relación con otro ser humano, la constatación de su fidelidad a nuestro negocio, la ejecución de una venta o la realización de un servicio, el pago de un dinero a cambio de nuestro trabajo y el reconocimiento laboral dentro de la empresa. Podríamos decir que ─ haciéndolo bien ─ desde que el cliente entra hasta que sale, para el profesional y para la empresa todo son ganancias.
Dice un refrán castellano que Poderoso caballero es Don Dinero, y otro, que El cliente siempre tiene razón; ambas frases del saber popular nos avisan de lo siguiente: el cliente tiene abiertas las puertas de cualquier negocio porque él decide dónde gastarlo.
Todo negocio se basa en el intercambio de un servicio o una mercancía por dinero, pero solemos olvidar que dicho proceso se produce entre personas que sienten, aman, se deprimen, odian, ríen, y lloran; es decir, entre sujetos psíquicos, así que, la oferta de cualquier servicio siempre está tocada por los aspectos psíquicos individuales del profesional y los aspectos psíquicos del cliente.
Los empresarios desconocen, a menudo, las causas que hacen que su negocio no prospere. La causa está en que no tienen en cuenta que el fracaso de las relaciones afectivas entre los clientes y los trabajadores, puede ser debido a problemas afectivos personales de los trabajadores: Cuando uno se desprecia a sí mismo o a la vida, con toda seguridad, extrapolará dicho sentimiento al entorno que le rodea: familia, amigos, empresa y compañeros de trabajo.
Si un trabajador tiene dificultades con el amor-altruista a lo social y a sus semejantes, podemos garantizar que será intolerante con los clientes, pero es que sabemos que sólo se tolera la presencia del cliente si entre este y el trabajador hay o se produce una relación de transferencia afectiva cordial, puesto que son las uniones afectivas y ⁄ o emocionales las que garantizan la continuidad y la durabilidad de la relación profesional-cliente. Aquí es donde radica la importancia de lo afectivo (querer al cliente), porque en su variante más pura, el amor es del orden del dar sin esperar recibir nada a cambio.
Hoy día, los niveles de competencia, en cualquier rama laboral, son tan elevados y las diferencias de precios tan mínimas que, en ese aspecto, todos son casi similares, por tanto, la clave reside en el trato al cliente.
El encuentro con el cliente supone muchas cuestiones: la relación con otro ser humano, la constatación de su fidelidad a nuestro negocio, la ejecución de una venta o la realización de un servicio, el pago de un dinero a cambio de nuestro trabajo y el reconocimiento laboral dentro de la empresa. Podríamos decir que ─ haciéndolo bien ─ desde que el cliente entra hasta que sale, para el profesional y para la empresa todo son ganancias.
Dice un refrán castellano que Poderoso caballero es Don Dinero, y otro, que El cliente siempre tiene razón; ambas frases del saber popular nos avisan de lo siguiente: el cliente tiene abiertas las puertas de cualquier negocio porque él decide dónde gastarlo.
Todo negocio se basa en el intercambio de un servicio o una mercancía por dinero, pero solemos olvidar que dicho proceso se produce entre personas que sienten, aman, se deprimen, odian, ríen, y lloran; es decir, entre sujetos psíquicos, así que, la oferta de cualquier servicio siempre está tocada por los aspectos psíquicos individuales del profesional y los aspectos psíquicos del cliente.
Los empresarios desconocen, a menudo, las causas que hacen que su negocio no prospere. La causa está en que no tienen en cuenta que el fracaso de las relaciones afectivas entre los clientes y los trabajadores, puede ser debido a problemas afectivos personales de los trabajadores: Cuando uno se desprecia a sí mismo o a la vida, con toda seguridad, extrapolará dicho sentimiento al entorno que le rodea: familia, amigos, empresa y compañeros de trabajo.
Si un trabajador tiene dificultades con el amor-altruista a lo social y a sus semejantes, podemos garantizar que será intolerante con los clientes, pero es que sabemos que sólo se tolera la presencia del cliente si entre este y el trabajador hay o se produce una relación de transferencia afectiva cordial, puesto que son las uniones afectivas y ⁄ o emocionales las que garantizan la continuidad y la durabilidad de la relación profesional-cliente. Aquí es donde radica la importancia de lo afectivo (querer al cliente), porque en su variante más pura, el amor es del orden del dar sin esperar recibir nada a cambio.
2.- ¿Por qué perdemos la fidelidad del cliente? 2
2.- ¿Por qué perdemos la fidelidad del cliente? 2
Al cliente no se le debe ni se le puede molestar bajo ningún concepto, aunque cuando ocurre, a veces, éste suele dar una segunda oportunidad al profesional, ahora bien, si el hecho se repite, podemos tener la seguridad de haberlo perdido definitivamente. Cuando el proceso de venta no está cordialmente humanizado (por el proceso de identificación del que ya hablaremos), se convierte en un acto frío y distante que levanta una barrera psíquica entre el cliente y el vendedor.
Todo comprador necesita sentirse especial, deseado no solo por su dinero, sentirse importante, valorado y tolerado por quién le atiende. Si logramos interesarnos por la persona más que por su dinero, el proceso será más fluido; el cliente no captará la ansiedad que tenemos a veces por vender, que habitualmente, genera desconfianza y es la causa inconsciente de su rechazo.
Cuando se ha establecido un vínculo emocional es más fácil que el cliente permanezca fiel a esa relación, debido a que se generan fuertes lazos afectivos, que de abandonarlos, pueden hacerle experimentar un sentimiento de culpa que le obligue a volver de nuevo. Por eso decimos que la falta de deseo de un trabajador y la desidia por su trabajo o por el buen funcionamiento de la empresa, es el cáncer que acaba matando la relación con el cliente. Así pues, si perdemos la fidelidad del cliente es por falta de tolerancia hacia él y hacia las ganancias económicas que nos produciría la afluencia y estabilidad de trabajo.
Vamos a analizar las dificultades internas (psicológicas para entendernos), sin referirnos a las causas externas que pueden llevar a un negocio al fracaso como son: mala ubicación, dificultades de orden económico o ajenas al mismo debido a situaciones políticas, sociales etc.. Vamos a trabajar el aspecto psíquico del núcleo laboral compuesto por el grupo empresario-trabajadores. Cada sujeto que pertenece al grupo, por hablante, tiene su propio inconsciente que determina el modo de relacionarse con la realidad laboral. Por eso, tanto en empresarios como en trabajadores, pueden existir causas psíquicas que les impulsen, de un modo inconsciente, a trabajar contra el crecimiento de la empresa: envidia entre socios o compañeros, sentimiento de culpa frente a la ganancia, intolerancia al dinero por los cambios que puede aportar, etc.
Fracasar en cualquier negocio de la vida es sumamente sencillo. El triunfo requiere constancia, dedicación y trabajo para seguir manteniéndolo. Aunque parezca una paradoja, cuesta el mismo trabajo fracasar que triunfar. Es decir, hacer las cosas a nuestro favor o hacerlas en nuestra contra conlleva el mismo gasto mental y físico. Para mantenerse en la cima debe existir en el sujeto una tolerancia al éxito.
Al cliente no se le debe ni se le puede molestar bajo ningún concepto, aunque cuando ocurre, a veces, éste suele dar una segunda oportunidad al profesional, ahora bien, si el hecho se repite, podemos tener la seguridad de haberlo perdido definitivamente. Cuando el proceso de venta no está cordialmente humanizado (por el proceso de identificación del que ya hablaremos), se convierte en un acto frío y distante que levanta una barrera psíquica entre el cliente y el vendedor.
Todo comprador necesita sentirse especial, deseado no solo por su dinero, sentirse importante, valorado y tolerado por quién le atiende. Si logramos interesarnos por la persona más que por su dinero, el proceso será más fluido; el cliente no captará la ansiedad que tenemos a veces por vender, que habitualmente, genera desconfianza y es la causa inconsciente de su rechazo.
Cuando se ha establecido un vínculo emocional es más fácil que el cliente permanezca fiel a esa relación, debido a que se generan fuertes lazos afectivos, que de abandonarlos, pueden hacerle experimentar un sentimiento de culpa que le obligue a volver de nuevo. Por eso decimos que la falta de deseo de un trabajador y la desidia por su trabajo o por el buen funcionamiento de la empresa, es el cáncer que acaba matando la relación con el cliente. Así pues, si perdemos la fidelidad del cliente es por falta de tolerancia hacia él y hacia las ganancias económicas que nos produciría la afluencia y estabilidad de trabajo.
Vamos a analizar las dificultades internas (psicológicas para entendernos), sin referirnos a las causas externas que pueden llevar a un negocio al fracaso como son: mala ubicación, dificultades de orden económico o ajenas al mismo debido a situaciones políticas, sociales etc.. Vamos a trabajar el aspecto psíquico del núcleo laboral compuesto por el grupo empresario-trabajadores. Cada sujeto que pertenece al grupo, por hablante, tiene su propio inconsciente que determina el modo de relacionarse con la realidad laboral. Por eso, tanto en empresarios como en trabajadores, pueden existir causas psíquicas que les impulsen, de un modo inconsciente, a trabajar contra el crecimiento de la empresa: envidia entre socios o compañeros, sentimiento de culpa frente a la ganancia, intolerancia al dinero por los cambios que puede aportar, etc.
Fracasar en cualquier negocio de la vida es sumamente sencillo. El triunfo requiere constancia, dedicación y trabajo para seguir manteniéndolo. Aunque parezca una paradoja, cuesta el mismo trabajo fracasar que triunfar. Es decir, hacer las cosas a nuestro favor o hacerlas en nuestra contra conlleva el mismo gasto mental y físico. Para mantenerse en la cima debe existir en el sujeto una tolerancia al éxito.
4.- La intolerancia al dinero
Del libro del psicoanalista Miguel Martinez Fondón,
Aprendiendo a escuchar en la empresa
4.- La intolerancia al dinero
Aprendiendo a escuchar en la empresa
4.- La intolerancia al dinero
Esta es otra causa (aplicable también a encargados, trabajadores, directivos, etc.) que hace que el empresario puede fracasar.
Tolerancia al dinero, quiere decir que cada persona tiene un grado de tolerancia personal a este producto y que a partir de cierta cantidad, ese producto, el dinero, puede producir en el individuo ciertos cuestionamientos que muchas veces no está dispuesto a plantearse.
Sabemos que no es nada raro que la conciencia de un sujeto tolere un deseo mientras este sólo exista en calidad de fantasía, pero que, sin embargo, se oponga enérgicamente en cuanto tal deseo amenace con hacerse realidad. Justo ahí, en esa posibilidad de ganar más, es cuando suele aparecer el temor a despertar la envidia o los celos en la familia, en su grupo de amigos o entre sus compañeros, si gana más.
Este miedo fantaseado puede ser la causa de que una persona disminuya su productividad y actúe frenando inconscientemente su cantidad de ingresos. Cuando esto ocurre quiere decir que "al dinero" se le atribuye un poder ilimitado, y esas atribuciones son las que pueden producir y producen ciertas fantasías que, a veces, son intolerables para el sujeto; hablamos de fantasías de la órbita sádico-masoquista (el masoquismo es el sadismo dirigido contra uno mismo)
Determinadas personas tienen temor a ganar más dinero por la posibilidad que le ofrecería de cambiar de vida o de pareja: y hay parejas que, efectivamente, si ganaran más dinero romperían su relación, así que al no ganarlo permanecen unidas bajo un deseo masoquista que anula toda posibilidad de mejora económica.
Cuando un empresario tiene algún tipo de problemática personal, consciente o inconsciente, relativa a su intolerancia al éxito o al dinero, podemos afirmar que todo el planteamiento organizativo inicial del negocio y su posterior funcionamiento, incluyendo la selección de personal, estará sobredeterminado desde esa problemática, con lo cual, se puede tener por seguro que levantará un negocio para que fracase posteriormente.
Se puede afirmar, que en estos casos, tanto la enfermedad psíquica, el entristecimiento, como la física de accidentarse, surge en el sujeto al cumplirse el deseo, ¿para qué? para anular el disfrute de su éxito, pero es que también ante la proximidad de su cumplimiento, se puede abortar, de manera inconsciente, el proceso exitoso, impidiendo así la posibilidad de realizar esos cambios.
5.- El sentimiento de culpabilidad en el ámbito laboral
5.- El sentimiento de culpabilidad
En general por sentimiento de culpabilidad se entiende una falta ética que el trabajador experimenta ante el pensamiento o la realización de actos poco lícitos hacia personas y circunstancias de su vida. La mayoría de las veces no hace falta que la persona haya cometido ese acto merecedor de castigo, ha bastado, simplemente, con haberlo deseado o fantaseado.
Es muy difícil precisar la esencia y el origen de estas tendencias culposas y autocastigadoras que aparecen, muchas veces, donde menos esperábamos hallarlas, pero podemos afirmar a ciencia cierta que, a mayor sentimiento de culpa sin sanción, mayor transgresión y necesidad de castigo; que tales actos, inconscientes, se cometen precisamente porque están prohibidos moral, social o legalmente y porque, a su ejecución se enlaza un alivio psíquico. Deducimos entonces que: El “delito” cometido es consecuencia del sentimiento de culpabilidad. Por tanto, el sentimiento de culpabilidad es anterior al delito.
Cuando un trabajador sufre esos penosos sentimientos, tras cometer la falta (= llegar tarde al trabajo, robar, obstaculizar una venta o un negocio, discutir con el ̷ o los cliente ̷ s, boicotear, agredir, estafar, trabajar en contra de la empresa, sabiendo incluso que será descubierto) siente mitigada la presión inconsciente, puesto que ya ha encontrado una justificación consciente: el acto cometido y la sanción correspondiente, con lo que encuentra alivio para su culpa (de ahí la importancia de sancionar tales situaciones)
La intolerancia a aceptar como propios, ciertos deseos inconscientes que pueden entrar en contradicción ética o moral con nuestros ideales personales, puede ser algo tan insoportable para la conciencia de algunas personas que, en comparación, la comisión inconsciente del acto sancionable y la sanción conseguida, es realmente un alivio. Ahora bien, también se dan situaciones en la vida de cualquier persona, como el hecho de que muera algún ser querido, o que se produzca una separación matrimonial, que pueden traer un beneficio al sujeto (una herencia, un ascenso, una relación deseada, etc.) que pueden afectar a su desempeño laboral y llevarle a atentar sobre sí o hacerle sentir la necesidad de castigo, por considerarse culpable de lo que sucedió. No hay que olvidar que el sentimiento del que hablamos actúa inconscientemente, sin que la persona se de cuenta de ello. Así, otras formas de expresión del sentimiento de culpa son: la resignación, que es el sentimiento del que cree que no se merece nada bueno; el autorreproche, sentimiento del que piensa que no vale para nada, que es que él no sirve; o cierta esclavitud como es la de ese trabajador que solo busca malos trabajos, mal pagados.
En general por sentimiento de culpabilidad se entiende una falta ética que el trabajador experimenta ante el pensamiento o la realización de actos poco lícitos hacia personas y circunstancias de su vida. La mayoría de las veces no hace falta que la persona haya cometido ese acto merecedor de castigo, ha bastado, simplemente, con haberlo deseado o fantaseado.
Es muy difícil precisar la esencia y el origen de estas tendencias culposas y autocastigadoras que aparecen, muchas veces, donde menos esperábamos hallarlas, pero podemos afirmar a ciencia cierta que, a mayor sentimiento de culpa sin sanción, mayor transgresión y necesidad de castigo; que tales actos, inconscientes, se cometen precisamente porque están prohibidos moral, social o legalmente y porque, a su ejecución se enlaza un alivio psíquico. Deducimos entonces que: El “delito” cometido es consecuencia del sentimiento de culpabilidad. Por tanto, el sentimiento de culpabilidad es anterior al delito.
Cuando un trabajador sufre esos penosos sentimientos, tras cometer la falta (= llegar tarde al trabajo, robar, obstaculizar una venta o un negocio, discutir con el ̷ o los cliente ̷ s, boicotear, agredir, estafar, trabajar en contra de la empresa, sabiendo incluso que será descubierto) siente mitigada la presión inconsciente, puesto que ya ha encontrado una justificación consciente: el acto cometido y la sanción correspondiente, con lo que encuentra alivio para su culpa (de ahí la importancia de sancionar tales situaciones)
La intolerancia a aceptar como propios, ciertos deseos inconscientes que pueden entrar en contradicción ética o moral con nuestros ideales personales, puede ser algo tan insoportable para la conciencia de algunas personas que, en comparación, la comisión inconsciente del acto sancionable y la sanción conseguida, es realmente un alivio. Ahora bien, también se dan situaciones en la vida de cualquier persona, como el hecho de que muera algún ser querido, o que se produzca una separación matrimonial, que pueden traer un beneficio al sujeto (una herencia, un ascenso, una relación deseada, etc.) que pueden afectar a su desempeño laboral y llevarle a atentar sobre sí o hacerle sentir la necesidad de castigo, por considerarse culpable de lo que sucedió. No hay que olvidar que el sentimiento del que hablamos actúa inconscientemente, sin que la persona se de cuenta de ello. Así, otras formas de expresión del sentimiento de culpa son: la resignación, que es el sentimiento del que cree que no se merece nada bueno; el autorreproche, sentimiento del que piensa que no vale para nada, que es que él no sirve; o cierta esclavitud como es la de ese trabajador que solo busca malos trabajos, mal pagados.
6.- Los celos y la envidia en el ámbito empresarial
6.- Los celos y la envidia
Otra causa frecuente de fracaso en un negocio es la debida a la existencia de dos afectos muy conocidos por todos y que interfieren cualquier relación humana: los celos y a la envidia.
Cuando entre los socios de una empresa surgen los celos y no se toleran, dicho afecto conduce generalmente a la ruptura de la sociedad empresarial o sea al fracaso, al cierre del negocio.
Los celos son constitutivos del ser humano, es decir, forman parte de nosotros mismos. Son un sentimiento horizontal, suelen darse entre iguales, el celoso desea todo lo que tiene el otro y quiere poseerlo. Los celos no son los custodios del amor, sino de la fidelidad, y pueden hacerse presentes cuando el afán de exclusividad con respecto a ese ideal común que es la empresa, llega a confundirse con el propio YO del empresario, el cual, como todos sabemos, no se puede compartir. En las situaciones celotípicas, la exigencia de fidelidad ha invadido todo el universo de cada integrante; de tal manera que todo lo que la víctima de los celos haga, que no sea para satisfacer ese ideal de fidelidad -celosa-, sea lo que sea, será motivo de irritación. Resulta todo trastocado, y el deseo, en vez de estar al servicio del éxito de la empresa, está todo el tiempo en otro lugar, por ejemplo, brindando explicaciones acerca de los momentos de ausencia (motivo fundamental de los reproches).
En la envidia es diferente, es más primitiva que los celos; es vertical, es decir, se da más de inferior a superior; y tiene su origen en la época infantil: “cuando sentía que alguien tenía ventaja sobre él, se producían dos reacciones asociadas: hostilidad y codicia” (tendencia a privar al otro de lo que posee). El envidioso quiere que el otro no tenga lo que tiene: “que el otro tampoco lo tenga”. No desea lo que tiene el otro. Lo que quiere es que eso no lo tenga nadie y por eso quiere destruirlo. Desprecia y niega el trabajo del otro: … ¿qué habrá hecho para tener todo eso que tiene...?, Es el dueño pero no hace nada..., es decir, piensa mal y como consecuencia, siente culpa por los sentimientos hostiles que tiene hacia el otro. El sentimiento de culpa suele ir asociado al sentimiento de inferioridad.
Pueden existir, entre los socios, diferencias gananciales o patrimoniales, y aparecer entonces la envidia neurótica, cuyo caso más extremo ocurre cuando una persona llega a tener envidia de sí misma; es decir, una persona puede llegar a tener envidia del empresario que ya es o del empresario que podría llegar a ser. Tal posición neurótica, le hace atentar contra su empresa y contra él mismo, hasta conseguir fracasar. Por supuesto que todo esto sucede de un modo inconsciente donde la persona no tiene conciencia de lo que le está sucediendo.
En ambos casos, celos y envidia, hay una tiranía de los sentimientos que no se cura con el tiempo; su evolución natural es ir a peor. Por eso las decisiones empresariales no las deben regir los sentimientos (amor, culpa, celos, envidia, odio, arrogancia, desprecio, inferioridad…), son los criterios técnico-empresariales y una correcta gestión emocional quienes producen el desarrollo empresarial.
Otra causa frecuente de fracaso en un negocio es la debida a la existencia de dos afectos muy conocidos por todos y que interfieren cualquier relación humana: los celos y a la envidia.
Cuando entre los socios de una empresa surgen los celos y no se toleran, dicho afecto conduce generalmente a la ruptura de la sociedad empresarial o sea al fracaso, al cierre del negocio.
Los celos son constitutivos del ser humano, es decir, forman parte de nosotros mismos. Son un sentimiento horizontal, suelen darse entre iguales, el celoso desea todo lo que tiene el otro y quiere poseerlo. Los celos no son los custodios del amor, sino de la fidelidad, y pueden hacerse presentes cuando el afán de exclusividad con respecto a ese ideal común que es la empresa, llega a confundirse con el propio YO del empresario, el cual, como todos sabemos, no se puede compartir. En las situaciones celotípicas, la exigencia de fidelidad ha invadido todo el universo de cada integrante; de tal manera que todo lo que la víctima de los celos haga, que no sea para satisfacer ese ideal de fidelidad -celosa-, sea lo que sea, será motivo de irritación. Resulta todo trastocado, y el deseo, en vez de estar al servicio del éxito de la empresa, está todo el tiempo en otro lugar, por ejemplo, brindando explicaciones acerca de los momentos de ausencia (motivo fundamental de los reproches).
En la envidia es diferente, es más primitiva que los celos; es vertical, es decir, se da más de inferior a superior; y tiene su origen en la época infantil: “cuando sentía que alguien tenía ventaja sobre él, se producían dos reacciones asociadas: hostilidad y codicia” (tendencia a privar al otro de lo que posee). El envidioso quiere que el otro no tenga lo que tiene: “que el otro tampoco lo tenga”. No desea lo que tiene el otro. Lo que quiere es que eso no lo tenga nadie y por eso quiere destruirlo. Desprecia y niega el trabajo del otro: … ¿qué habrá hecho para tener todo eso que tiene...?, Es el dueño pero no hace nada..., es decir, piensa mal y como consecuencia, siente culpa por los sentimientos hostiles que tiene hacia el otro. El sentimiento de culpa suele ir asociado al sentimiento de inferioridad.
Pueden existir, entre los socios, diferencias gananciales o patrimoniales, y aparecer entonces la envidia neurótica, cuyo caso más extremo ocurre cuando una persona llega a tener envidia de sí misma; es decir, una persona puede llegar a tener envidia del empresario que ya es o del empresario que podría llegar a ser. Tal posición neurótica, le hace atentar contra su empresa y contra él mismo, hasta conseguir fracasar. Por supuesto que todo esto sucede de un modo inconsciente donde la persona no tiene conciencia de lo que le está sucediendo.
En ambos casos, celos y envidia, hay una tiranía de los sentimientos que no se cura con el tiempo; su evolución natural es ir a peor. Por eso las decisiones empresariales no las deben regir los sentimientos (amor, culpa, celos, envidia, odio, arrogancia, desprecio, inferioridad…), son los criterios técnico-empresariales y una correcta gestión emocional quienes producen el desarrollo empresarial.
viernes, 23 de julio de 2010
El proceso de identificación.- (y 2)
El proceso de identificación.- (y 2)
Todos tenemos algún “producto” (un aroma, una melodía, una escena de una película, una frase de una novela...) asociado a hechos importantes de nuestra vida (un amor, una mejor manera de vivir, nuestra infancia…) Este proceso ocurre en breves instantes aunque, a veces, puede tomar algún tiempo y cuando “ese objeto” es capaz de evocarnos un afecto placentero inconscientemente deseamos adquirirlo; por eso, cuando un cliente demanda un producto o un servicio es porque se ha establecido, además, algún tipo de identificación entre su demanda y nuestra oferta, lo cual nos asegura que ya tenemos, al menos, el 50% de probabilidades de éxito, dependiendo el otro 50% de la relación intersubjetiva que se establezca entre profesional y cliente.
Esta intersubjetividad rige la transacción, ya que es ese toque afectivo y de tolerancia lo que todo cliente busca cuando entra en un local y es lo que le hace volver.
Cuando el proceso de venta no está cordialmente humanizado a través de la identificación, se convierte en un acto frío y distante que levanta una barrera psíquica entre cliente y vendedor.
Muchas ventas se producen porque se genera una rápida afinidad, entre el vendedor y el cliente, el cual, busca afianzar su confianza intentado encontrar algún tipo de familiaridad en el profesional. Cuando esto no ocurre, directamente se dirige a otro vendedor o cambia de establecimiento. ¡Cuantas veces no hemos vuelto a pisar un restaurante, una peluquería, una librería simplemente por que no nos agradó el trato que nos dieron!
A esta circunstancia se le puede añadir otra dificultad cuando el deseo es no trabajar.
El deseo por el trabajo es la manifestación de una necesidad personal que nos impone nuestro principio de realidad. Pero desear únicamente la satisfacción de las necesidades, deja de ser un deseo para ser una sutileza de la necesidad, que, una vez satisfecha, paraliza al sujeto en cualquier actividad -laboral, sexual, afectiva-, haciéndole víctima del principio del placer. Sólo podemos hablar de deseo cuando el sujeto trabaja para ser una función (o sea, quien realiza la tarea concreta) al servicio de su posición (ese concreto lugar de trabajo).
Por tanto, la función es la tarea concreta que realiza, y el lugar es la posición como trabajador.
Si el deseo está puesto en desear ser la función, los límites de la productividad se amplían enormemente, así como la capacidad de generar una producción, directamente proporcional a la capacidad productiva deseante.
Cuando esto ocurre, los mecanismos inconscientes del principio del placer quedan transformados, al trabajar para el más allá de dicho principio. Ahora, el trabajador tendrá otro principio de realidad distinto y si no pone límites ni a su productividad ni a su ganancia, generará plusvalía.
Un trabajador que trabaja única y exclusivamente para un principio de realidad básico, por regla general, no va a tener interés en desarrollar todo su potencial dentro de la empresa. Estas actitudes contrarias a su crecimiento y al de la empresa, con toda seguridad, ponen de manifiesto que tampoco va a desear mantener una actitud afectiva y cordial con los clientes, sujetos psíquicos como ellos, muy sensibles a las actitudes afectivas y emocionales que se les muestra. ¿Cuantas veces no hemos vuelto a pisar un restaurante, una peluquería, una librería, simplemente por que no nos agradó el trato que nos dieron?, y siendo así, ¿qué nos hace suponer que un trabajador desea el crecimiento de la empresa si no desea el suyo propio? Cuando el trabajador desea el crecimiento empresarial, desea a la vez su propio crecimiento; es este un proceso que cuando acontece, lo hace de modo simultáneo.
Los trabajadores perezosos trabajan regidos por la ley del mínimo esfuerzo, es decir, trabajan para el principio del placer y el principio de realidad de sus necesidades más elementales y no ponen su deseo en sostener a la clientela para que mantenga su fidelidad. Les da igual que el cliente se vaya o se quede. Su indiferencia es captada inmediatamente y su falta de atención les hace cometer equivocaciones, lapsus, o conductas despreciativas que culminan en que el cliente se vaya debido al mal trato recibido. Y es que la desidia y la falta de deseo de un trabajador por su trabajo o por el buen funcionamiento de la empresa, acaba matando la relación con el cliente.
A menudo, los empresarios desconocen las causas que hacen que su negocio no prospere, porque no tienen en cuenta que el fracaso de las relaciones afectivas entre los clientes y los trabajadores, puede ser debido a problemas afectivos personales de estos últimos. Ya lo dijimos: Cuando uno se desprecia a sí mismo o a la vida, con toda seguridad, extrapolará dicho sentimiento al entorno que le rodea: familia, amigos, empresa Jefe y compañeros de trabajo.
El proceso de identificación. (1)
El proceso de identificación.- (1 de 2)
Las relaciones personales son relaciones intersubjetivas, es decir: se dan entre sujetos y son de carácter absolutamente subjetivo.
Podríamos definir las relaciones inter-subjetivas (tanto de empatía como de rechazo) como el establecimiento y desarrollo de una corriente afectiva entre sujetos (el profesional y el cliente) producida por un proceso de Identificación. Esta se produce con el producto, con otras personas y con las atribuciones y expectativas con respecto al producto, donde intervienen diversos factores entre ellos la personalidad, (formada por la suma de diversos factores como son los modelos ideológicos que provienen de la familia, la educación y el Estado). Estos modelos ideológicos funcionan en el sujeto de manera inconsciente y son el sustrato de su manera de ser y la causa de los diferentes estados anímicos que presenta frente a los demás, (o más exactamente: frente a modelos ideológicos de otras personas). Las relaciones de empatía (agrado, proximidad) o de rechazo (antipatía) están, por tanto, múltiplemente determinadas por los modelos ideológicos de cada uno.
Identificarse o “sentirse identificado” es algo así como encontrarnos con un rasgo nuestro en otro sujeto “como nosotros”. Podemos identificarnos realmente a lo que sea: con cualquiera (porque podríamos estar en su situación, porque tiene gustos afines a los nuestros, etc.), con cualquier idea o pensamiento (con un ideal de libertad, justicia, pureza, religiosidad, etc.) o con cualquier manera de amar, desear, ambicionar, odiar, etc.
El sujeto humano es la suma de sus identificaciones.
El proceso de la identificación se produce igual que cuando vemos el reflejo de la imagen en el espejo; cada vez que ocurre, tendemos de un modo inconsciente a sentir simpatía o a rechazar “al otro” por esa imagen que percibimos.
Si no hubiera proceso de identificación (a una persona, a una situación, a un lugar, a un objeto) no habría relación intersubjetiva, ni se produciría el deseo por “el objeto”. Esta es pues, la base inconsciente del comercio, y de cualquier proceso de venta de artículos, sean de la índole que sean. Y por eso mismo el éxito (o el fracaso) en la venta depende de los afectos inconscientes de atracción o repulsión que sea capaz de generar el objeto en el comprador.
Cuando un objeto es capaz de evocarnos un afecto placentero inconscientemente deseamos adquirirlo porque hemos encontrado un rasgo personal en el objeto, es decir, se ha producido una identificación. Y lo mismo: si el objeto nos evoca un afecto doloroso, podemos rechazarlo.
18.- El momento de concluir
18.- El momento de concluir
La dificultad inconsciente con que podemos encontrarnos, a la hora del cierre de la relación tiene que ver, como hemos visto, con dos cuestiones: la intolerancia a la ganancia (las ganancias económicas que producirían: mayor afluencia de trabajo y estabilidad del trabajo) y la intolerancia a un final
A este respecto debemos saber que hay un tipo de trabajadores que da la sensación de que no pueden terminar las cosas. Vemos en su perfil psicológico que su dificultad para concluir, les lleva a la actitud de dejar inconclusas las cosas: presentan mucha dificultad para cerrar una venta, acabar un determinado servicio o se quedan a las puertas de lograr un objetivo. Pudiendo alcanzar el cien por cien de resultados, logran sólo un porcentaje menor; en vez de conseguir cierto número de ventas, llegan hasta una cifra intermedia o muy cercana al objetivo final, salvo en raras excepciones. La causa es que todo acto que implique un final les hace sentir simbólicamente ─o sea, de manera inconsciente─ lo ineludible de todo final. Es decir, tiene cuestionamientos con su propia mortalidad y por eso no concluye “las cosas”, para que no haya en él representación simbólica de su propio final. Esta incapacidad puede llegar a ser sintomática y afectar tanto a su campo laboral como a cualquier otro aspecto de su vida cotidiana, teniendo dificultades para acabar una relación de pareja, para llegar al orgasmo, viajar, cambiar de casa, de trabajo, etc... Este tipo de trabajadores viven con angustia y ansiedad los finales. Se esfuerzan enormemente y trabajan con ahínco pero se quedan siempre cerca (casi llegan), producen dentro de sus límites pero no se les puede exigir que lleguen a ciertos otros en la productividad porque se angustian. Esta falta de tolerancia hará mostrar actitudes contrarias al buen hacer laboral, y así manifestar ansiedad por atender al siguiente cliente, cometer algún exceso en la conversación, descuidar las atenciones debidas, forzar premeditadamente una venta, etc. tiene como consecuencia un no-cierre o un mal cierre del servicio al cliente.
La dificultad inconsciente con que podemos encontrarnos, a la hora del cierre de la relación tiene que ver, como hemos visto, con dos cuestiones: la intolerancia a la ganancia (las ganancias económicas que producirían: mayor afluencia de trabajo y estabilidad del trabajo) y la intolerancia a un final
A este respecto debemos saber que hay un tipo de trabajadores que da la sensación de que no pueden terminar las cosas. Vemos en su perfil psicológico que su dificultad para concluir, les lleva a la actitud de dejar inconclusas las cosas: presentan mucha dificultad para cerrar una venta, acabar un determinado servicio o se quedan a las puertas de lograr un objetivo. Pudiendo alcanzar el cien por cien de resultados, logran sólo un porcentaje menor; en vez de conseguir cierto número de ventas, llegan hasta una cifra intermedia o muy cercana al objetivo final, salvo en raras excepciones. La causa es que todo acto que implique un final les hace sentir simbólicamente ─o sea, de manera inconsciente─ lo ineludible de todo final. Es decir, tiene cuestionamientos con su propia mortalidad y por eso no concluye “las cosas”, para que no haya en él representación simbólica de su propio final. Esta incapacidad puede llegar a ser sintomática y afectar tanto a su campo laboral como a cualquier otro aspecto de su vida cotidiana, teniendo dificultades para acabar una relación de pareja, para llegar al orgasmo, viajar, cambiar de casa, de trabajo, etc... Este tipo de trabajadores viven con angustia y ansiedad los finales. Se esfuerzan enormemente y trabajan con ahínco pero se quedan siempre cerca (casi llegan), producen dentro de sus límites pero no se les puede exigir que lleguen a ciertos otros en la productividad porque se angustian. Esta falta de tolerancia hará mostrar actitudes contrarias al buen hacer laboral, y así manifestar ansiedad por atender al siguiente cliente, cometer algún exceso en la conversación, descuidar las atenciones debidas, forzar premeditadamente una venta, etc. tiene como consecuencia un no-cierre o un mal cierre del servicio al cliente.
17.- La Función humana (8): No puedo o no quiero
17.- La Función humana (8): No puedo o no quiero
También nos engañamos cuando hacemos responsable a la realidad, de todos los males que nos aquejan y no nos implicamos como lo que somos: los actores principales de nuestras vidas, aceptando que si a uno le pasó algo, “ese algo”, algo tendrá que ver con nuestras vidas. Hacer responsables siempre a los demás y no hacernos responsables cada uno de nosotros de estar implicados en esos conflictos permanentes, que nos acosan, es propio de personas muy narcisistas que utilizan sus sentimientos para engañarse y vivir engañados, aunque no engañen a nadie, claro, a no ser que sean cómplices y por tanto responsables.
La valentía de la autocrítica termina venciendo a la cobardía del que a todos critica.
Cuando queremos llevar la razón en cualquier negociación, o conversación, es otra manera de engañarnos, y poner en peligro nuestro trabajo… Le colgamos el san Benito a otro (a veces, recomendados) y, aunque no nos lo creemos ni nosotros mismos, vamos así por la vida.
En estos casos lo que hay que hacer es: primero aceptar que algo inadecuado está pasando, segundo reconocer que está uno implicado en eso perjudicial que sucede y tercero (y sólo si se dan los dos primeros pasos), existe la posibilidad de cambiar la situación, pudiendo llegar a verdaderas transformaciones (en este caso se precisa de un psicoanalista).
Todo se construye. Y cuando sostenemos un engaño de nuestros sentimientos, (que no son otra cosa que maneras de pensar) es para no reconocer algún deseo inconsciente, contrario a lo que decimos que queremos.
Cuando decimos que queremos algo, pero que no podemos conseguirlo, en realidad lo que queremos es otra cosa que no reconocemos. Porque cuando uno tiene las condiciones necesarias para conseguir algo y no puede, es que en realidad no quiere.
La realidad que todos tenemos es la realidad que hemos sido capaces de producir, y tiene que ver con nuestros deseos inconscientes, (aunque nos vaya mal). Inconscientemente algo se satisface en el sujeto ¡siempre!, aunque sea una derrota, un despido, un fracaso o un triunfo.
También nos engañamos cuando hacemos responsable a la realidad, de todos los males que nos aquejan y no nos implicamos como lo que somos: los actores principales de nuestras vidas, aceptando que si a uno le pasó algo, “ese algo”, algo tendrá que ver con nuestras vidas. Hacer responsables siempre a los demás y no hacernos responsables cada uno de nosotros de estar implicados en esos conflictos permanentes, que nos acosan, es propio de personas muy narcisistas que utilizan sus sentimientos para engañarse y vivir engañados, aunque no engañen a nadie, claro, a no ser que sean cómplices y por tanto responsables.
La valentía de la autocrítica termina venciendo a la cobardía del que a todos critica.
Cuando queremos llevar la razón en cualquier negociación, o conversación, es otra manera de engañarnos, y poner en peligro nuestro trabajo… Le colgamos el san Benito a otro (a veces, recomendados) y, aunque no nos lo creemos ni nosotros mismos, vamos así por la vida.
En estos casos lo que hay que hacer es: primero aceptar que algo inadecuado está pasando, segundo reconocer que está uno implicado en eso perjudicial que sucede y tercero (y sólo si se dan los dos primeros pasos), existe la posibilidad de cambiar la situación, pudiendo llegar a verdaderas transformaciones (en este caso se precisa de un psicoanalista).
Todo se construye. Y cuando sostenemos un engaño de nuestros sentimientos, (que no son otra cosa que maneras de pensar) es para no reconocer algún deseo inconsciente, contrario a lo que decimos que queremos.
Cuando decimos que queremos algo, pero que no podemos conseguirlo, en realidad lo que queremos es otra cosa que no reconocemos. Porque cuando uno tiene las condiciones necesarias para conseguir algo y no puede, es que en realidad no quiere.
La realidad que todos tenemos es la realidad que hemos sido capaces de producir, y tiene que ver con nuestros deseos inconscientes, (aunque nos vaya mal). Inconscientemente algo se satisface en el sujeto ¡siempre!, aunque sea una derrota, un despido, un fracaso o un triunfo.
16.- La Función humana (7): La primera impresión es la impresión primera
16.- La Función humana (7): La primera impresión es la impresión primera
Otro ejemplo. Un día conocemos a una persona y ya desde ese primer momento, y “sin mediar palabra”, nos cae mal; unas semanas después nos hacemos amigos y terminamos confesando que el primer día nos cayó mal. Debemos saber y tener muy presente que cuando rechazamos a alguien, en realidad, es algo de nosotros mismos lo que rechazamos, es algo nuestro con lo que no estamos de acuerdo; y que en realidad, lo que estamos haciendo, aun sin saberlo, es “desplazar”, poner en otro lugar, en el lugar del otro, (por medio del Mecanismo Inconsciente de Identificación) nuestros defectos, nuestros malos pensamientos, nuestros malos deseos, pero también características de lo que somos, de lo que fuimos o de lo que nos gustaría ser, o de nuestros ideales.
Es decir, que la frase de la que hemos partido como hipótesis: los sentimientos y los sentidos nos engañan habría que transformarla en: “nos interesa dejarnos engañar por los sentidos”. La causa es que en cada acto humano se realiza un deseo inconsciente: Vemos lo que no hay, esperamos que se cumpla lo que nunca pactamos, pretendemos que nos quieran sin hacer nada a cambio. Incluso a veces, vamos, por la vida como si lo nuestro fuera algo excepcional, como si por haber tenido una mala infancia, por ejemplo, uno fuera “la excepción” con derechos de excepción para, por ejemplo, maltratar a los que cree inferiores o a los que cree que se lo merecen, o sea, a media humanidad.
En realidad, los sujetos nos engañamos a nosotros mismos para llevar siempre la razón, para imponer nuestra verdad…, aunque con ello nos fastidiemos la vida. Cuando no queremos reconocer algo que nos pasa, “ese algo” que no queremos reconocer, maneja nuestra vida. Siempre, cuando escuchamos y miramos, lo hacemos desde modelos ideológicos aprendidos. Para todos y cada uno de nosotros existe lo que llamamos nuestra verdad, y la manera de ver la vida, está determinada por cómo piensa y cómo siente cada uno.
El problema puede surgir cuando creemos que esa verdad, esa manera de pensar es la única manera de pensar. Cuando decimos: “es que yo tengo mi manera de ser y de pensar”, entonces los sentidos no nos engañan, sino que los utilizamos para ser engañados por nosotros mismos, ya que hay diferentes maneras de ser o de pensar. A veces, juzgamos a los demás por la apariencia y presuponemos y prejuzgamos, es decir, hacemos juicios de atribución, le atribuimos al otro lo que previamente pensamos, en lugar de escucharle, de ejercer la tolerancia y aceptar las diferencias de las cuales se pueden disfrutar y con lo que además se puede hacer negocios.
(Continúa…)
Otro ejemplo. Un día conocemos a una persona y ya desde ese primer momento, y “sin mediar palabra”, nos cae mal; unas semanas después nos hacemos amigos y terminamos confesando que el primer día nos cayó mal. Debemos saber y tener muy presente que cuando rechazamos a alguien, en realidad, es algo de nosotros mismos lo que rechazamos, es algo nuestro con lo que no estamos de acuerdo; y que en realidad, lo que estamos haciendo, aun sin saberlo, es “desplazar”, poner en otro lugar, en el lugar del otro, (por medio del Mecanismo Inconsciente de Identificación) nuestros defectos, nuestros malos pensamientos, nuestros malos deseos, pero también características de lo que somos, de lo que fuimos o de lo que nos gustaría ser, o de nuestros ideales.
Es decir, que la frase de la que hemos partido como hipótesis: los sentimientos y los sentidos nos engañan habría que transformarla en: “nos interesa dejarnos engañar por los sentidos”. La causa es que en cada acto humano se realiza un deseo inconsciente: Vemos lo que no hay, esperamos que se cumpla lo que nunca pactamos, pretendemos que nos quieran sin hacer nada a cambio. Incluso a veces, vamos, por la vida como si lo nuestro fuera algo excepcional, como si por haber tenido una mala infancia, por ejemplo, uno fuera “la excepción” con derechos de excepción para, por ejemplo, maltratar a los que cree inferiores o a los que cree que se lo merecen, o sea, a media humanidad.
En realidad, los sujetos nos engañamos a nosotros mismos para llevar siempre la razón, para imponer nuestra verdad…, aunque con ello nos fastidiemos la vida. Cuando no queremos reconocer algo que nos pasa, “ese algo” que no queremos reconocer, maneja nuestra vida. Siempre, cuando escuchamos y miramos, lo hacemos desde modelos ideológicos aprendidos. Para todos y cada uno de nosotros existe lo que llamamos nuestra verdad, y la manera de ver la vida, está determinada por cómo piensa y cómo siente cada uno.
El problema puede surgir cuando creemos que esa verdad, esa manera de pensar es la única manera de pensar. Cuando decimos: “es que yo tengo mi manera de ser y de pensar”, entonces los sentidos no nos engañan, sino que los utilizamos para ser engañados por nosotros mismos, ya que hay diferentes maneras de ser o de pensar. A veces, juzgamos a los demás por la apariencia y presuponemos y prejuzgamos, es decir, hacemos juicios de atribución, le atribuimos al otro lo que previamente pensamos, en lugar de escucharle, de ejercer la tolerancia y aceptar las diferencias de las cuales se pueden disfrutar y con lo que además se puede hacer negocios.
(Continúa…)
15.- La Función humana (6): Enjuiciamos sin querer
15.- La Función humana (6): Enjuiciamos sin querer
Un buen profesional debe tener precaución a la hora de emitir un juicio de atribución. No puede ser ingenuo; debe saber esperar para comprender, cual es la situación que plantea el cliente. La mirada y la escucha adecuada harán que comprenda al cliente ‘desde su propia ideología’. Es necesario, pues, invertir tanto en la formación técnica como en formación psíquica, pues un conocimiento más amplio de los procesos inconscientes que determinan las relaciones humanas proporcionará “instrumentos adecuados” para el correcto desempeño de nuestra función.
Pero y si los sentidos nos engañan… ¿de que nos fiamos? ¿Qué pasa dentro de nosotros? ¿Es que acaso no queremos que nos vaya bien?
Se puede desear lo mejor para uno mismo y para los demás. Pero no siempre. A veces, no deseamos lo mejor, rechazamos ayudas, mostramos desprecio en nuestros actos. Puede ocurrir que en el desempeño de nuestra función empresarial colaboremos con empresarios o trabajadores que sienten envidia y maltratan, o empleados que muestran inconscientemente un complejo de inferioridad y sentimientos de culpa, o situaciones de gran intolerancia, que van en contra de los intereses de la empresa ¿qué hacer entonces?
Podemos pensarlo partiendo de la siguiente hipótesis: “Los sentimientos nos engañan”. ¿Qué quiere decir esto? Pues que efectivamente, los sentimientos nos engañan. Que la conciencia percibe sólo lo que nos interesa, tanto de lo exterior (nuestro) como de lo interior (nuestro) y todo aquello que le interesa, como no lo puede acumular porque su función es la de seleccionar, hacer de filtro de las sensaciones de las emociones de los sentimientos, de los estímulos de la realidad, lo pasa como recuerdo al inconsciente y lo almacena en la memoria. Allí, en la memoria, está todo lo aprendido, y los sentimientos también se aprenden: todos tenemos una manera de amar, de odiar, aprendida, sobre todo en el entorno familiar.
Los sentimientos nos engañan: y a veces amamos lo que nos hace mal, odiamos a alguien que nos ayudó, creemos que el sol gira alrededor de la tierra, y que uno es el centro del universo, de su familia o lo más importante de su empresa, cuando en realidad, eso es lo que uno ve, desde donde está, porque la tierra, desde Copérnico, gira alrededor del sol, la naturaleza nos demuestra constantemente, en muchos casos con mucho dolor, que nada ni nadie es irremplazable, y que nuestra manera de amar, trabajar y negociar, ya está escrita en algún libro aunque no lo hayamos leído. Solemos creer que no existe, lo que para nosotros no existe.
(Continúa…)
Un buen profesional debe tener precaución a la hora de emitir un juicio de atribución. No puede ser ingenuo; debe saber esperar para comprender, cual es la situación que plantea el cliente. La mirada y la escucha adecuada harán que comprenda al cliente ‘desde su propia ideología’. Es necesario, pues, invertir tanto en la formación técnica como en formación psíquica, pues un conocimiento más amplio de los procesos inconscientes que determinan las relaciones humanas proporcionará “instrumentos adecuados” para el correcto desempeño de nuestra función.
Pero y si los sentidos nos engañan… ¿de que nos fiamos? ¿Qué pasa dentro de nosotros? ¿Es que acaso no queremos que nos vaya bien?
Se puede desear lo mejor para uno mismo y para los demás. Pero no siempre. A veces, no deseamos lo mejor, rechazamos ayudas, mostramos desprecio en nuestros actos. Puede ocurrir que en el desempeño de nuestra función empresarial colaboremos con empresarios o trabajadores que sienten envidia y maltratan, o empleados que muestran inconscientemente un complejo de inferioridad y sentimientos de culpa, o situaciones de gran intolerancia, que van en contra de los intereses de la empresa ¿qué hacer entonces?
Podemos pensarlo partiendo de la siguiente hipótesis: “Los sentimientos nos engañan”. ¿Qué quiere decir esto? Pues que efectivamente, los sentimientos nos engañan. Que la conciencia percibe sólo lo que nos interesa, tanto de lo exterior (nuestro) como de lo interior (nuestro) y todo aquello que le interesa, como no lo puede acumular porque su función es la de seleccionar, hacer de filtro de las sensaciones de las emociones de los sentimientos, de los estímulos de la realidad, lo pasa como recuerdo al inconsciente y lo almacena en la memoria. Allí, en la memoria, está todo lo aprendido, y los sentimientos también se aprenden: todos tenemos una manera de amar, de odiar, aprendida, sobre todo en el entorno familiar.
Los sentimientos nos engañan: y a veces amamos lo que nos hace mal, odiamos a alguien que nos ayudó, creemos que el sol gira alrededor de la tierra, y que uno es el centro del universo, de su familia o lo más importante de su empresa, cuando en realidad, eso es lo que uno ve, desde donde está, porque la tierra, desde Copérnico, gira alrededor del sol, la naturaleza nos demuestra constantemente, en muchos casos con mucho dolor, que nada ni nadie es irremplazable, y que nuestra manera de amar, trabajar y negociar, ya está escrita en algún libro aunque no lo hayamos leído. Solemos creer que no existe, lo que para nosotros no existe.
(Continúa…)
14.- La Función humana (5): Las corrientes afectivas de la mirada
14.- La Función humana (5): Las corrientes afectivas de la mirada
Hemos dicho que el tiempo de comprender es el tiempo donde se producen los estados afectivos en ambas direcciones. Es decir, en toda conversación entre dos o más personas ─se hable o se guarde silencio─ siempre se genera una corriente inconsciente de afectos (amor, deseo, odio, rechazo, simpatía) que está determinada por la Transferencia (un poco más adelante nos ocuparemos de desarrollarla más detenidamente). Esta Transferencia podemos definirla como el enlace afectivo más temprano hacia una persona. Debido a este enlace y a las maneras de anudarse, los anudamientos que se producen entre profesionales y clientes pueden ir desde el amor más declarado o más reprimido hasta el rechazo más manifiesto.
Hay clientes que buscan siempre al mismo trabajador por su simpática manera de ser y también al contrario, los que no soportan que determinado profesional les trate bajo ningún concepto; o ese tipo de cliente quisquilloso que gusta de molestar con sus modales a un único trabajador, insistiendo en ser siempre atendido por él. Protesta por todo ─aunque el trabajo esté bien hecho─ se va aparentemente a disgusto pero siempre vuelve buscando ¡al mismo profesional!
Vamos a ir concluyendo este apartado del tiempo de comprender con la advertencia de que no podemos fiarnos de nuestros sentidos. Mirar no es ver, ni oír es escuchar y es importante establecer la diferencia entre ambas acciones porque ver y oír son del orden de la conciencia, la cual rige la función de los sentidos, órganos perceptuales de la realidad, y los sentidos son engañosos, Con los sentidos, a pesar de su importancia, sólo podemos apropiarnos de una parte de la realidad (luego hay que elaborar lo que hemos percibido y aún después, elegir la manera de actuar en la realidad). Generalmente, oímos lo que queremos oír y vemos lo que queremos ver; o por el contrario, vemos lo que no está y oímos lo que no se dijo.
La mirada y la escucha son del orden de lo inconsciente, o sea, más allá de los sentidos. Por tanto, no debemos creer que entendemos a la primera lo que vemos o escuchamos porque cada persona (cada humano) pasa cualquier frase o imagen que provenga del exterior, por el tamiz de su ideología, ya que, en definitiva, es el modo que se tiene de razonar, de amar, de desear y de imaginar. Este es el motivo por el cual solemos hacer juicios precipitados de comprensión.
Digamos que escuchar y mirar, son del orden de la inteligencia, del saber esperar.
El arte del bien decir tiene que ver con el arte del bien escuchar, (lo mismo es aplicable al arte del ‘bien mirar’.
Hemos dicho que el tiempo de comprender es el tiempo donde se producen los estados afectivos en ambas direcciones. Es decir, en toda conversación entre dos o más personas ─se hable o se guarde silencio─ siempre se genera una corriente inconsciente de afectos (amor, deseo, odio, rechazo, simpatía) que está determinada por la Transferencia (un poco más adelante nos ocuparemos de desarrollarla más detenidamente). Esta Transferencia podemos definirla como el enlace afectivo más temprano hacia una persona. Debido a este enlace y a las maneras de anudarse, los anudamientos que se producen entre profesionales y clientes pueden ir desde el amor más declarado o más reprimido hasta el rechazo más manifiesto.
Hay clientes que buscan siempre al mismo trabajador por su simpática manera de ser y también al contrario, los que no soportan que determinado profesional les trate bajo ningún concepto; o ese tipo de cliente quisquilloso que gusta de molestar con sus modales a un único trabajador, insistiendo en ser siempre atendido por él. Protesta por todo ─aunque el trabajo esté bien hecho─ se va aparentemente a disgusto pero siempre vuelve buscando ¡al mismo profesional!
Vamos a ir concluyendo este apartado del tiempo de comprender con la advertencia de que no podemos fiarnos de nuestros sentidos. Mirar no es ver, ni oír es escuchar y es importante establecer la diferencia entre ambas acciones porque ver y oír son del orden de la conciencia, la cual rige la función de los sentidos, órganos perceptuales de la realidad, y los sentidos son engañosos, Con los sentidos, a pesar de su importancia, sólo podemos apropiarnos de una parte de la realidad (luego hay que elaborar lo que hemos percibido y aún después, elegir la manera de actuar en la realidad). Generalmente, oímos lo que queremos oír y vemos lo que queremos ver; o por el contrario, vemos lo que no está y oímos lo que no se dijo.
La mirada y la escucha son del orden de lo inconsciente, o sea, más allá de los sentidos. Por tanto, no debemos creer que entendemos a la primera lo que vemos o escuchamos porque cada persona (cada humano) pasa cualquier frase o imagen que provenga del exterior, por el tamiz de su ideología, ya que, en definitiva, es el modo que se tiene de razonar, de amar, de desear y de imaginar. Este es el motivo por el cual solemos hacer juicios precipitados de comprensión.
Digamos que escuchar y mirar, son del orden de la inteligencia, del saber esperar.
El arte del bien decir tiene que ver con el arte del bien escuchar, (lo mismo es aplicable al arte del ‘bien mirar’.
13.- La Función humana (4). La opinión del profesional
13.- La Función humana (4). La opinión del profesional
La opinión siempre es algo subjetivo, se emite desde nuestra manera de pensar; por eso es casi imposible que dos personas coincidan ideológicamente sobre un mismo tema. Si decidimos mezclarnos en la vida del cliente, debemos saber que nos arriesgamos a que nos haga responsables de lo bueno y de lo malo que le suceda, si decide poner en práctica nuestros consejos, llevado por la buena fe que nos supone. Las cosas funcionan a la perfección entre nosotros, hasta que las cosas dejan de salir bien, surgen los problemas y todo se complica. Por eso, mantenerse en una actitud totalmente aséptica con respecto a las dificultades cotidianas del cliente, evitará que si algo sale mal, acabemos perdiéndolo.
Se da con suma frecuencia el caso en que ciertos profesionales se implicaron tanto en la vida privada de alguno de sus clientes, que los problemas acabaron salpicando su propia vida.
Podría pensarse: ¿Y si un cliente te pide opinión por qué no vas a aconsejarle?
La mejor fórmula sería contestar con una pregunta que haga referencia a la suya y si es inevitable una respuesta directa, un: No sé antes que aventurarnos a opinar libremente. Es difícil no caer en la ingenuidad de creer todo lo que nos cuentan. A veces, el cliente narra historias tormentosas con su pareja, con su familia e incluso del ambiente laboral, que nos dejan tan perplejos que nos vemos compulsados a dar nuestra opinión, como si el problema fuera nuestro… pero la experiencia nos enseña que lo que hoy se vive como problema, por ejemplo: una discusión amorosa en la que se baraja la posibilidad de un divorcio, mañana probablemente habrá acabado en reconciliación; con lo que una opinión puntual puede hacernos correr el riesgo de quedar cuestionados si, de repente, el cliente cambia radicalmente la actitud que venía mostrando. Si alguien pide una opinión, hay que pensar que tiene dudas acerca de su vida, sus amores, su familia, o su trabajo. Nuestra función no consiste en calmar sus inseguridades ni reforzar su confianza en sí mismo. Estamos para atender su pedido, aunque ello también implique escuchar, pero sin intervenir directamente en su vida. La tendencia a involucrarse en los problemas ajenos procede de ese proceso que nos lleva a identificarnos con quién lo padece y aconsejamos pensando qué haríamos nosotros si nos sucediera lo mismo. Ese afán de resolver las dificultades ajenas (el furor sanandis), es una actitud que provoca más perjuicios que beneficios. Además, sólo es aceptado el consejo que uno cree a su favor y no la opinión, a menudo beneficiosa, que se siente en contra. Frente a un tema delicado de la vida, lo mejor es remitirle a un psicoanalista.
El tiempo de comprender sitúa la escena y sus actores.
La opinión siempre es algo subjetivo, se emite desde nuestra manera de pensar; por eso es casi imposible que dos personas coincidan ideológicamente sobre un mismo tema. Si decidimos mezclarnos en la vida del cliente, debemos saber que nos arriesgamos a que nos haga responsables de lo bueno y de lo malo que le suceda, si decide poner en práctica nuestros consejos, llevado por la buena fe que nos supone. Las cosas funcionan a la perfección entre nosotros, hasta que las cosas dejan de salir bien, surgen los problemas y todo se complica. Por eso, mantenerse en una actitud totalmente aséptica con respecto a las dificultades cotidianas del cliente, evitará que si algo sale mal, acabemos perdiéndolo.
Se da con suma frecuencia el caso en que ciertos profesionales se implicaron tanto en la vida privada de alguno de sus clientes, que los problemas acabaron salpicando su propia vida.
Podría pensarse: ¿Y si un cliente te pide opinión por qué no vas a aconsejarle?
La mejor fórmula sería contestar con una pregunta que haga referencia a la suya y si es inevitable una respuesta directa, un: No sé antes que aventurarnos a opinar libremente. Es difícil no caer en la ingenuidad de creer todo lo que nos cuentan. A veces, el cliente narra historias tormentosas con su pareja, con su familia e incluso del ambiente laboral, que nos dejan tan perplejos que nos vemos compulsados a dar nuestra opinión, como si el problema fuera nuestro… pero la experiencia nos enseña que lo que hoy se vive como problema, por ejemplo: una discusión amorosa en la que se baraja la posibilidad de un divorcio, mañana probablemente habrá acabado en reconciliación; con lo que una opinión puntual puede hacernos correr el riesgo de quedar cuestionados si, de repente, el cliente cambia radicalmente la actitud que venía mostrando. Si alguien pide una opinión, hay que pensar que tiene dudas acerca de su vida, sus amores, su familia, o su trabajo. Nuestra función no consiste en calmar sus inseguridades ni reforzar su confianza en sí mismo. Estamos para atender su pedido, aunque ello también implique escuchar, pero sin intervenir directamente en su vida. La tendencia a involucrarse en los problemas ajenos procede de ese proceso que nos lleva a identificarnos con quién lo padece y aconsejamos pensando qué haríamos nosotros si nos sucediera lo mismo. Ese afán de resolver las dificultades ajenas (el furor sanandis), es una actitud que provoca más perjuicios que beneficios. Además, sólo es aceptado el consejo que uno cree a su favor y no la opinión, a menudo beneficiosa, que se siente en contra. Frente a un tema delicado de la vida, lo mejor es remitirle a un psicoanalista.
El tiempo de comprender sitúa la escena y sus actores.
12.- La Función humana (3) y 2, Modalidades de cliente,
12.- La Función humana (3)
Segunda modalidad: “los clientes que no paran de hablar”, son aquellos clientes que hablan ellos solos, que cuando llegan, desde la puerta ya entran hablando, ininterrumpidamente, saltando de un tema a otro y sin permitir, en ningún momento, que nadie participe de la conversación. Hablan de la familia, de la prensa del corazón, de las vecinas, del trabajo, sin pararse a pensar lo que dicen.
¿Qué significa esto?
Esto significa que: tienen tanta necesidad de hablar que les basta con ser escuchados. El acto de hablar produce en ellos un efecto de descarga psíquica. Sin embargo, no debemos engañarnos, aunque parezcan mostrar una confianza excesiva en nosotros, el cliente no sólo dice todo aquello que le preocupa; también se explaya acerca de temas intranscendentes, lo cual nos lleva a pensar que tienen suficiente con encontrar a alguien que permanezca en silencio para que ellos puedan a hablar sin tregua.
Por regla general, cuando una persona no pone límites a su decir, pensamos que padece ansiedad, posiblemente asociada a alguna cuestión personal, la cual se manifiesta en esa excesiva verborrea que va cediendo paulatinamente, al tiempo que le proporciona un cierto bienestar a su estado de ánimo.
Por tanto, el profesional debe limitarse a realizar su función y no intervenir. En todo caso y si no hay más remedio, asentirá con la cabeza ante alguna frase pero sin prestar mucha atención a lo que se dice.
Cuando un cliente con suficiente grado de confianza, nos relata ciertos aspectos íntimos de su vida, casi siempre, es porque busca una segunda opinión. El profesional no debe adoptar nunca el papel de psicólogo; dicha actitud puede convertirse en un arma de doble filo. Al fin y al cabo, lo que el cliente solicita de nosotros, es una opinión personal basada en la amistad que se ha generado entre ambos.
Esta embarazosa situación ocurre cuando se ha generado una fuerte transferencia afectiva y el cliente, llevado por un sentimiento afectivo, nos compromete a hacer nuestros sus problemas. La pregunta que debemos hacernos es: ¿es correcto opinar? ¿Y si lo es hasta donde debemos hacerlo? ¿Dónde está el límite?
Segunda modalidad: “los clientes que no paran de hablar”, son aquellos clientes que hablan ellos solos, que cuando llegan, desde la puerta ya entran hablando, ininterrumpidamente, saltando de un tema a otro y sin permitir, en ningún momento, que nadie participe de la conversación. Hablan de la familia, de la prensa del corazón, de las vecinas, del trabajo, sin pararse a pensar lo que dicen.
¿Qué significa esto?
Esto significa que: tienen tanta necesidad de hablar que les basta con ser escuchados. El acto de hablar produce en ellos un efecto de descarga psíquica. Sin embargo, no debemos engañarnos, aunque parezcan mostrar una confianza excesiva en nosotros, el cliente no sólo dice todo aquello que le preocupa; también se explaya acerca de temas intranscendentes, lo cual nos lleva a pensar que tienen suficiente con encontrar a alguien que permanezca en silencio para que ellos puedan a hablar sin tregua.
Por regla general, cuando una persona no pone límites a su decir, pensamos que padece ansiedad, posiblemente asociada a alguna cuestión personal, la cual se manifiesta en esa excesiva verborrea que va cediendo paulatinamente, al tiempo que le proporciona un cierto bienestar a su estado de ánimo.
Por tanto, el profesional debe limitarse a realizar su función y no intervenir. En todo caso y si no hay más remedio, asentirá con la cabeza ante alguna frase pero sin prestar mucha atención a lo que se dice.
Cuando un cliente con suficiente grado de confianza, nos relata ciertos aspectos íntimos de su vida, casi siempre, es porque busca una segunda opinión. El profesional no debe adoptar nunca el papel de psicólogo; dicha actitud puede convertirse en un arma de doble filo. Al fin y al cabo, lo que el cliente solicita de nosotros, es una opinión personal basada en la amistad que se ha generado entre ambos.
Esta embarazosa situación ocurre cuando se ha generado una fuerte transferencia afectiva y el cliente, llevado por un sentimiento afectivo, nos compromete a hacer nuestros sus problemas. La pregunta que debemos hacernos es: ¿es correcto opinar? ¿Y si lo es hasta donde debemos hacerlo? ¿Dónde está el límite?
11.- La Función humana (2) Modalidades de cliente
11.- La Función humana (2)
Los clientes muchas veces, van de compras como quien va a una cura de desintoxicación, es decir, la mayoría de las veces, el cliente va a la tienda (o de tiendas) o al salón de belleza simplemente a “desconectarse de su realidad”. Durante este tiempo, desconecta de la familia, del marido, de la novia, del trabajo, de los hijos, etc., es un tiempo que el cliente se dedica exclusivamente para él, por lo tanto, lo que menos quiere y le apetece, es que se le moleste, o sea, que los profesionales se metan con él: con su manera de ser, de hablar o de opinar, y esto, desgraciadamente ocurre con mucha frecuencia, porque, como humanos que somos, frente al cliente, acabamos mostrando nuestra manera de ser, y eso puede llegar a contrariarle y molestarle.
Vamos a abordar el tema estableciendo dos modalidades de cliente: Uno, los que no hablan; y dos, los que no paran de hablar.
Con respecto a los primeros: los clientes que no hablan. ¿Qué hay que hacer?
Cuando el cliente llega, escoge lo que quiere, paga y se va, el profesional debe entender esa señal como una orden: “No quiero hablar. No quiero ser molestado. Respeta mi silencio”. Con este tipo de clientes nos limitaremos a la función técnica sin generar ningún tipo de conversación. Cuando el cliente quiera hablar, él mismo dará el paso. No debemos forzar un acercamiento personal cuando no somos invitados a ello.
Lo que ocurre, frecuentemente, es que ante el silencio del cliente se acaba produciendo angustia en el profesional, que éste trata de calmar por todos los medios (rompiendo el hielo, suele decirse), pero el resultado es que ese forzamiento a conversar, ha invadido el espacio psíquico del cliente y el profesional ha terminado por transmitirle la angustia producida en la situación pero sentida por él. Por tanto: Aunque el silencio sea inquietante, si lo toleramos, es menos probable que entremos en angustia.
12.- La Función humana (3)
Segunda modalidad: “los clientes que no paran de hablar”, son aquellos clientes que hablan ellos solos, que cuando llegan, desde la puerta ya entran hablando, ininterrumpidamente, saltando de un tema a otro y sin permitir, en ningún momento, que nadie participe de la conversación. Hablan de la familia, de la prensa del corazón, de las vecinas, del trabajo, sin pararse a pensar lo que dicen.
¿Qué significa esto?
Esto significa que: tienen tanta necesidad de hablar que les basta con ser escuchados. El acto de hablar produce en ellos un efecto de descarga psíquica. Sin embargo, no debemos engañarnos, aunque parezcan mostrar una confianza excesiva en nosotros, el cliente no sólo dice todo aquello que le preocupa; también se explaya acerca de temas intranscendentes, lo cual nos lleva a pensar que tienen suficiente con encontrar a alguien que permanezca en silencio para que ellos puedan a hablar sin tregua.
Por regla general, cuando una persona no pone límites a su decir, pensamos que padece ansiedad, posiblemente asociada a alguna cuestión personal, la cual se manifiesta en esa excesiva verborrea que va cediendo paulatinamente, al tiempo que le proporciona un cierto bienestar a su estado de ánimo.
Por tanto, el profesional debe limitarse a realizar su función y no intervenir. En todo caso y si no hay más remedio, asentirá con la cabeza ante alguna frase pero sin prestar mucha atención a lo que se dice.
Cuando un cliente con suficiente grado de confianza, nos relata ciertos aspectos íntimos de su vida, casi siempre, es porque busca una segunda opinión. El profesional no debe adoptar nunca el papel de psicólogo; dicha actitud puede convertirse en un arma de doble filo. Al fin y al cabo, lo que el cliente solicita de nosotros, es una opinión personal basada en la amistad que se ha generado entre ambos.
Esta embarazosa situación ocurre cuando se ha generado una fuerte transferencia afectiva y el cliente, llevado por un sentimiento afectivo, nos compromete a hacer nuestros sus problemas. La pregunta que debemos hacernos es: ¿es correcto opinar? ¿Y si lo es hasta donde debemos hacerlo? ¿Dónde está el límite?
Los clientes muchas veces, van de compras como quien va a una cura de desintoxicación, es decir, la mayoría de las veces, el cliente va a la tienda (o de tiendas) o al salón de belleza simplemente a “desconectarse de su realidad”. Durante este tiempo, desconecta de la familia, del marido, de la novia, del trabajo, de los hijos, etc., es un tiempo que el cliente se dedica exclusivamente para él, por lo tanto, lo que menos quiere y le apetece, es que se le moleste, o sea, que los profesionales se metan con él: con su manera de ser, de hablar o de opinar, y esto, desgraciadamente ocurre con mucha frecuencia, porque, como humanos que somos, frente al cliente, acabamos mostrando nuestra manera de ser, y eso puede llegar a contrariarle y molestarle.
Vamos a abordar el tema estableciendo dos modalidades de cliente: Uno, los que no hablan; y dos, los que no paran de hablar.
Con respecto a los primeros: los clientes que no hablan. ¿Qué hay que hacer?
Cuando el cliente llega, escoge lo que quiere, paga y se va, el profesional debe entender esa señal como una orden: “No quiero hablar. No quiero ser molestado. Respeta mi silencio”. Con este tipo de clientes nos limitaremos a la función técnica sin generar ningún tipo de conversación. Cuando el cliente quiera hablar, él mismo dará el paso. No debemos forzar un acercamiento personal cuando no somos invitados a ello.
Lo que ocurre, frecuentemente, es que ante el silencio del cliente se acaba produciendo angustia en el profesional, que éste trata de calmar por todos los medios (rompiendo el hielo, suele decirse), pero el resultado es que ese forzamiento a conversar, ha invadido el espacio psíquico del cliente y el profesional ha terminado por transmitirle la angustia producida en la situación pero sentida por él. Por tanto: Aunque el silencio sea inquietante, si lo toleramos, es menos probable que entremos en angustia.
12.- La Función humana (3)
Segunda modalidad: “los clientes que no paran de hablar”, son aquellos clientes que hablan ellos solos, que cuando llegan, desde la puerta ya entran hablando, ininterrumpidamente, saltando de un tema a otro y sin permitir, en ningún momento, que nadie participe de la conversación. Hablan de la familia, de la prensa del corazón, de las vecinas, del trabajo, sin pararse a pensar lo que dicen.
¿Qué significa esto?
Esto significa que: tienen tanta necesidad de hablar que les basta con ser escuchados. El acto de hablar produce en ellos un efecto de descarga psíquica. Sin embargo, no debemos engañarnos, aunque parezcan mostrar una confianza excesiva en nosotros, el cliente no sólo dice todo aquello que le preocupa; también se explaya acerca de temas intranscendentes, lo cual nos lleva a pensar que tienen suficiente con encontrar a alguien que permanezca en silencio para que ellos puedan a hablar sin tregua.
Por regla general, cuando una persona no pone límites a su decir, pensamos que padece ansiedad, posiblemente asociada a alguna cuestión personal, la cual se manifiesta en esa excesiva verborrea que va cediendo paulatinamente, al tiempo que le proporciona un cierto bienestar a su estado de ánimo.
Por tanto, el profesional debe limitarse a realizar su función y no intervenir. En todo caso y si no hay más remedio, asentirá con la cabeza ante alguna frase pero sin prestar mucha atención a lo que se dice.
Cuando un cliente con suficiente grado de confianza, nos relata ciertos aspectos íntimos de su vida, casi siempre, es porque busca una segunda opinión. El profesional no debe adoptar nunca el papel de psicólogo; dicha actitud puede convertirse en un arma de doble filo. Al fin y al cabo, lo que el cliente solicita de nosotros, es una opinión personal basada en la amistad que se ha generado entre ambos.
Esta embarazosa situación ocurre cuando se ha generado una fuerte transferencia afectiva y el cliente, llevado por un sentimiento afectivo, nos compromete a hacer nuestros sus problemas. La pregunta que debemos hacernos es: ¿es correcto opinar? ¿Y si lo es hasta donde debemos hacerlo? ¿Dónde está el límite?
10.- La Función humana (1)
10.- La Función humana (1)
El tiempo de comprender podríamos definirlo como un tiempo de encuentro donde dos personas con sus diferentes personalidades (ideología, gustos, prejuicios etc.), van a compartir un espacio y un tiempo común en el que va haber un intercambio verbal donde se van a poner en juego los afectos y emociones que acontecen en todo proceso comunicativo.
Para que todo esto no entorpezca la relación cliente-profesional, en primer lugar no se nos debe olvidar nunca que el profesional (tanto el empresario como el encargado o el trabajador), a parte de ser personas, deben por encima de todo ocupar el lugar de la función que están desempeñando y jamás desviarse de la misma por más que la conversación del cliente los atrape y los arrastre a salirse de su lugar.
Ocupar el lugar de la función que están desempeñando significa tener presente que en ese momento nuestra función, no es la de intervenir con nuestra personalidad sobre lo que el cliente nos cuenta, sino la de ocuparnos de atender al cliente tanto en el aspecto técnico como humano, y esto significa que debemos aportar al cliente un clima de confianza, seguridad y tranquilidad. Esto se consigue fundamentalmente escuchando y cuidando mucho el afán desmesurado de responder a todo lo que el cliente nos plantea. Para ello debemos tratar de no mostrar mucho nuestra personalidad, porque si lo hacemos no solo le mostraremos nuestras cualidades positivas, sino también nuestros prejuicios ideológicos, lo cuales pueden ser contrarios a la personalidad del cliente y nos hará entrar en conflicto con el mismo.
Lo importante de este encuentro ─psíquicamente hablando─ es que el cliente, pueda desplegar su personalidad, sus opiniones, sus prejuicios, sin que nadie le censure, de esta manera, él habrá encontrado un espacio de libertad donde nadie le juzga por lo que cuenta -menos que menos el profesional- y nadie interviene sobre su manera de pensar.
Hemos de concebir este espacio-tiempo que se crea como un espacio-tiempo donde el cliente debe encontrar la mayor confortabilidad posible y eso se consigue no invadiendo este espacio-tiempo que pertenece al cliente. Nuestro espacio-tiempo debe ser el de ocupar nuestra doble función: la técnica y la de atender lo más humanamente al cliente, la humana.
El tiempo de comprender podríamos definirlo como un tiempo de encuentro donde dos personas con sus diferentes personalidades (ideología, gustos, prejuicios etc.), van a compartir un espacio y un tiempo común en el que va haber un intercambio verbal donde se van a poner en juego los afectos y emociones que acontecen en todo proceso comunicativo.
Para que todo esto no entorpezca la relación cliente-profesional, en primer lugar no se nos debe olvidar nunca que el profesional (tanto el empresario como el encargado o el trabajador), a parte de ser personas, deben por encima de todo ocupar el lugar de la función que están desempeñando y jamás desviarse de la misma por más que la conversación del cliente los atrape y los arrastre a salirse de su lugar.
Ocupar el lugar de la función que están desempeñando significa tener presente que en ese momento nuestra función, no es la de intervenir con nuestra personalidad sobre lo que el cliente nos cuenta, sino la de ocuparnos de atender al cliente tanto en el aspecto técnico como humano, y esto significa que debemos aportar al cliente un clima de confianza, seguridad y tranquilidad. Esto se consigue fundamentalmente escuchando y cuidando mucho el afán desmesurado de responder a todo lo que el cliente nos plantea. Para ello debemos tratar de no mostrar mucho nuestra personalidad, porque si lo hacemos no solo le mostraremos nuestras cualidades positivas, sino también nuestros prejuicios ideológicos, lo cuales pueden ser contrarios a la personalidad del cliente y nos hará entrar en conflicto con el mismo.
Lo importante de este encuentro ─psíquicamente hablando─ es que el cliente, pueda desplegar su personalidad, sus opiniones, sus prejuicios, sin que nadie le censure, de esta manera, él habrá encontrado un espacio de libertad donde nadie le juzga por lo que cuenta -menos que menos el profesional- y nadie interviene sobre su manera de pensar.
Hemos de concebir este espacio-tiempo que se crea como un espacio-tiempo donde el cliente debe encontrar la mayor confortabilidad posible y eso se consigue no invadiendo este espacio-tiempo que pertenece al cliente. Nuestro espacio-tiempo debe ser el de ocupar nuestra doble función: la técnica y la de atender lo más humanamente al cliente, la humana.
El Tiempo de comprender. (1)
9.- El Tiempo de comprender. (1)
Pasado el Instante de ver comienza el Tiempo de comprender, en él se desarrolla la parte técnica, o sea, la prestación del servicio, pero también es donde se producirá la mayor corriente de afectos y emociones -amor, odio, rechazo, atracción, simpatía, antipatía, etc., entre profesional y cliente, es la transferencia afectiva y es importantísima puesto que comandará el futuro de la relación; sin embargo, hay que saber que acontece de un modo inconsciente y hace surgir lazos afectivos de unión o desunión entre las personas. Cuando los afectos están a favor de la relación, todo funcionará correctamente, pero cuando surgen afectos intolerables, (=contrarios al amor), la mayoría de las veces actuarán en contra de la relación, con lo que, probablemente, perdamos al cliente, ya que ante una situación de malestar afectivo, (=cuando el cliente se siente molestado u ofendido) puede dejar de venir y es él, quien con su presencia llena nuestros comercios.
Si el cliente tiene una función, es la de ser cliente, o sea, ser la persona que viene a contratar un servicio, formado por la suma de nuestro tiempo y nuestro trabajo, ofrecido por la empresa y desempeñado por unos trabajadores que, al menos en teoría, saben ocupar su doble función, técnica y humana, a cambio de una retribución económica.
La función técnica.-
En el mundo laboral hay mucha competencia, y son los propios resultados los que indican la tendencia, sea descendente o ascendente. Por tanto un buen profesional es aquel que se precia de su buena formación y del modo en que la pone en práctica. Se ocupa de conocer: los últimos avances, los métodos que usa la competencia, los gustos del público, etc. Es decir, que no se preocupa sino que se ocupa de los requerimientos del sistema laboral en que estamos incluidos. Su capacitación, por tanto, es un proceso continuo. Cuando estos requisitos se descuidan, es fácil entrar en una dinámica de trabajo que, con el tiempo, se vuelve estereotipada y obsoleta: la empresa y sus empleados han caído bajo el principio del placer, viven de las rentas del pasado y han dejado de invertir para el futuro. La formación continuada es un aspecto que debe ser valorado y cuidado, siempre y cuando queramos que un negocio crezca ascendentemente, y si el trabajador no puede invertir en su formación, debe ser la empresa o el empresario quien se haga cargo de ello. A la larga, esto le garantizará el crecimiento laboral y la fidelidad de sus trabajadores.
Muchos negocios se estancan porque el dueño trabaja para un principio de realidad en el que se conforma con ganar lo justo para pagar a los empleados, y sostener apenas el negocio y su vida. No hay crecimiento, porque crecer supondría generar otro principio de realidad empresarial y personal.
Pasado el Instante de ver comienza el Tiempo de comprender, en él se desarrolla la parte técnica, o sea, la prestación del servicio, pero también es donde se producirá la mayor corriente de afectos y emociones -amor, odio, rechazo, atracción, simpatía, antipatía, etc., entre profesional y cliente, es la transferencia afectiva y es importantísima puesto que comandará el futuro de la relación; sin embargo, hay que saber que acontece de un modo inconsciente y hace surgir lazos afectivos de unión o desunión entre las personas. Cuando los afectos están a favor de la relación, todo funcionará correctamente, pero cuando surgen afectos intolerables, (=contrarios al amor), la mayoría de las veces actuarán en contra de la relación, con lo que, probablemente, perdamos al cliente, ya que ante una situación de malestar afectivo, (=cuando el cliente se siente molestado u ofendido) puede dejar de venir y es él, quien con su presencia llena nuestros comercios.
Si el cliente tiene una función, es la de ser cliente, o sea, ser la persona que viene a contratar un servicio, formado por la suma de nuestro tiempo y nuestro trabajo, ofrecido por la empresa y desempeñado por unos trabajadores que, al menos en teoría, saben ocupar su doble función, técnica y humana, a cambio de una retribución económica.
La función técnica.-
En el mundo laboral hay mucha competencia, y son los propios resultados los que indican la tendencia, sea descendente o ascendente. Por tanto un buen profesional es aquel que se precia de su buena formación y del modo en que la pone en práctica. Se ocupa de conocer: los últimos avances, los métodos que usa la competencia, los gustos del público, etc. Es decir, que no se preocupa sino que se ocupa de los requerimientos del sistema laboral en que estamos incluidos. Su capacitación, por tanto, es un proceso continuo. Cuando estos requisitos se descuidan, es fácil entrar en una dinámica de trabajo que, con el tiempo, se vuelve estereotipada y obsoleta: la empresa y sus empleados han caído bajo el principio del placer, viven de las rentas del pasado y han dejado de invertir para el futuro. La formación continuada es un aspecto que debe ser valorado y cuidado, siempre y cuando queramos que un negocio crezca ascendentemente, y si el trabajador no puede invertir en su formación, debe ser la empresa o el empresario quien se haga cargo de ello. A la larga, esto le garantizará el crecimiento laboral y la fidelidad de sus trabajadores.
Muchos negocios se estancan porque el dueño trabaja para un principio de realidad en el que se conforma con ganar lo justo para pagar a los empleados, y sostener apenas el negocio y su vida. No hay crecimiento, porque crecer supondría generar otro principio de realidad empresarial y personal.
La vida del paciente, sus síntomas y la palabra
La vida del paciente, sus síntomas y la palabra
(El relato discursivo del paciente)
Hay una relación medio desconocida para el paciente entre sus síntomas y ciertos sucesos de su vida.
Veámoslo en un caso clínico.
La paciente fue a hacerse analizar porque había dejado de beber a pesar de la sed que pasaba. Por su propio relato durante el tratamiento, supimos que la primera vez tuvo su origen en un suceso trivial, relacionado con el perro de su institutriz; comenzó tras haberla visto darle agua a su perro en un vaso. Esa primera vez reprimió, por consideración a su institutriz, las manifestaciones de su intensa repugnancia; pero desde entonces, en casi todas las situaciones patógenas, tuvo que reprimir, como aquella vez, una fuerte excitación, en lugar de procurarle su normal exutorio, por medio de la correspondiente exteriorización afectiva en actos y palabras,.
El síntoma, la hidrofobia, había quedado como resto de un trauma psíquico: la repugnancia, el asco.
Estas observaciones nos obligan a suponer que la enfermedad se origina al encontrar impedida su normal exteriorización los afectos desarrollados en las situaciones patógenas y que la esencia de dicho origen consistía en que tales afectos estrangulados eran objeto de una utilización anormal: en parte, perdurando como duradera carga de la vida psíquica y fuente de continua excitación de la misma, y en parte sufriendo una transformación en inervaciones e inhibiciones somáticas anormales, lo cual es lo que vienen a constituir los síntomas físicos del caso y lo que trae a la paciente a la consulta.
Deducimos entonces, que cierta parte de nuestra excitación psíquica ya derivaba normalmente por los caminos de la inervación física, dando lugar a lo que conocemos con el nombre de expresión de las emociones.
Y que esa parte que se derivaba de un proceso psíquico saturado de afecto corresponde realmente a una nueva expresión de las emociones, mucho más intensa y dirigida por nuevos caminos en los cuales se convierte un afecto, una emoción exagerada en una disfunción orgánica.
Es decir, que aquellas excitaciones que se producen mientras se halla el sujeto en estos estados, que podríamos denominar, de súper emotivación se hacen fácilmente patógenas, puesto que en ellas no existen condiciones favorables a una derivación normal de los procesos excitantes… originando estos procesos excitantes entonces, un inusitado producto -el síntoma-, que se incrusta como un cuerpo extraño en el estado normal, al cual se le escapa el conocimiento, o mejor el reconocimiento, de la situación patógena. Es por ello que allí donde perdura un síntoma también hallaremos una amnesia, una laguna del recuerdo.
De lo expuesto podemos extraer algunas conclusiones:
Que los afectos pueden considerarse como magnitudes (cantidades o masas de energías emocionales) desplazables. Y que su destino es lo que rige la patogénesis (el proceso patológico del enfermar).
Que los síntomas, (en este ejemplo, la hidrofobia), poseen causas que permanecen ocultas para el paciente, siendo los datos históricos, relatados por el sujeto asociando libremente durante el análisis, los pretextos accidentales que en el momento de presentarse son aprovechados por la necesidad interna existente, por eso las repeticiones sintomáticas nos producen la impresión de hallarse fijadas a un determinado fragmento del pasado del sujeto, siéndoles imposible desligarse de él y mostrándose, por tanto, ajenas al presente y al porvenir.
(Para más información sobre el tema pueden ver las Cinco Conferencias en la Clark University de U.S.A., y las Lecciones de introducción al psicoanálisis pronunciadas por S. Freud,)
(El relato discursivo del paciente)
Hay una relación medio desconocida para el paciente entre sus síntomas y ciertos sucesos de su vida.
Veámoslo en un caso clínico.
La paciente fue a hacerse analizar porque había dejado de beber a pesar de la sed que pasaba. Por su propio relato durante el tratamiento, supimos que la primera vez tuvo su origen en un suceso trivial, relacionado con el perro de su institutriz; comenzó tras haberla visto darle agua a su perro en un vaso. Esa primera vez reprimió, por consideración a su institutriz, las manifestaciones de su intensa repugnancia; pero desde entonces, en casi todas las situaciones patógenas, tuvo que reprimir, como aquella vez, una fuerte excitación, en lugar de procurarle su normal exutorio, por medio de la correspondiente exteriorización afectiva en actos y palabras,.
El síntoma, la hidrofobia, había quedado como resto de un trauma psíquico: la repugnancia, el asco.
Estas observaciones nos obligan a suponer que la enfermedad se origina al encontrar impedida su normal exteriorización los afectos desarrollados en las situaciones patógenas y que la esencia de dicho origen consistía en que tales afectos estrangulados eran objeto de una utilización anormal: en parte, perdurando como duradera carga de la vida psíquica y fuente de continua excitación de la misma, y en parte sufriendo una transformación en inervaciones e inhibiciones somáticas anormales, lo cual es lo que vienen a constituir los síntomas físicos del caso y lo que trae a la paciente a la consulta.
Deducimos entonces, que cierta parte de nuestra excitación psíquica ya derivaba normalmente por los caminos de la inervación física, dando lugar a lo que conocemos con el nombre de expresión de las emociones.
Y que esa parte que se derivaba de un proceso psíquico saturado de afecto corresponde realmente a una nueva expresión de las emociones, mucho más intensa y dirigida por nuevos caminos en los cuales se convierte un afecto, una emoción exagerada en una disfunción orgánica.
Es decir, que aquellas excitaciones que se producen mientras se halla el sujeto en estos estados, que podríamos denominar, de súper emotivación se hacen fácilmente patógenas, puesto que en ellas no existen condiciones favorables a una derivación normal de los procesos excitantes… originando estos procesos excitantes entonces, un inusitado producto -el síntoma-, que se incrusta como un cuerpo extraño en el estado normal, al cual se le escapa el conocimiento, o mejor el reconocimiento, de la situación patógena. Es por ello que allí donde perdura un síntoma también hallaremos una amnesia, una laguna del recuerdo.
De lo expuesto podemos extraer algunas conclusiones:
Que los afectos pueden considerarse como magnitudes (cantidades o masas de energías emocionales) desplazables. Y que su destino es lo que rige la patogénesis (el proceso patológico del enfermar).
Que los síntomas, (en este ejemplo, la hidrofobia), poseen causas que permanecen ocultas para el paciente, siendo los datos históricos, relatados por el sujeto asociando libremente durante el análisis, los pretextos accidentales que en el momento de presentarse son aprovechados por la necesidad interna existente, por eso las repeticiones sintomáticas nos producen la impresión de hallarse fijadas a un determinado fragmento del pasado del sujeto, siéndoles imposible desligarse de él y mostrándose, por tanto, ajenas al presente y al porvenir.
(Para más información sobre el tema pueden ver las Cinco Conferencias en la Clark University de U.S.A., y las Lecciones de introducción al psicoanálisis pronunciadas por S. Freud,)
miércoles, 12 de mayo de 2010
Repeticiones
REPETICIONES
Todo el mundo ha pasado alguna vez por una situación en la que alguien conocido nos vuelve a contar lo mismo por segunda o tercera vez de manera confidencial pero en un lugar público, y nosotros, sintiéndonos comprometidos, hemos solido disimular el disgusto de esperar a que termine de contarnos la novela, haciendo como si escuchásemos por primera vez la repetición de esa la novela generalmente familiar, de la que el hablante no logra desprenderse, y pensamos si no se acordará de habérnoslo contado ya. La respuesta es no. No lo recuerda; no tiene conciencia de esa repetición, por eso hace como un bis pero sin querer, porque la repetición es inconsciente. En situaciones así, si interrumpimos para decir que ya conocemos esa historia, quedamos como groseros o impacientes, y si queremos ayudar, resistimos hasta el final de la narración y damos nuestra opinión, con la mejor intención de ayudarle sensatamente, comprobamos que el intento es inútil: siempre hay algo que desconocemos y que desactiva nuestra propuesta. El motivo es que no sirve la elaboración de otro para los problemas de uno.
El sujeto que repite está atrapado en ese relato, en el que alguno de los elementos que allí aparecen, guarda alguna relación íntima, pero desconocida para él, con un sentimiento reprimido (─culpabilidad, enamoramiento, envidia, celos, amor, etc.─) o un pensamiento intolerable para su conciencia, que intenta solucionar. Es decir cuando un pensamiento de ese tipo se presenta abiertamente a la conciencia esta los rechaza una y otra vez, porque esos pensamientos inconscientes, no han sido TRAMITADOS PSIQUICAMENTE, es decir, no han encontrado vías para acceder a la conciencia, no se han deformado lo suficiente para no llamar la atención de la censura y seguir su curso hacia su realización o hacia su represión definitiva y su olvido. Por tanto al no encontrar salida, empujan desde la oscuridad en la que están, hacia el lado de la consciencia que no logran franquear y se muestran como insistencia o repetición inconsciente.
Por eso, ante situaciones del estilo de la descrita, lo mejor que puede hacer el oyente, si no es un profesional, es no opinar y (si puede), recomendar a esa persona que hable con un profesional, ya que este dispone del instrumental adecuado para operar sobre esa especie de sordera psíquica que padece todo sujeto sobre su inconsciente, y sabrá, (por estar entrenado para escuchar de una manera especial), como tratar esa parte que se pierde - tras lo que se dice - en lo que se escucha.
Carlos Barragán Díez, Psicoanalista
Todo el mundo ha pasado alguna vez por una situación en la que alguien conocido nos vuelve a contar lo mismo por segunda o tercera vez de manera confidencial pero en un lugar público, y nosotros, sintiéndonos comprometidos, hemos solido disimular el disgusto de esperar a que termine de contarnos la novela, haciendo como si escuchásemos por primera vez la repetición de esa la novela generalmente familiar, de la que el hablante no logra desprenderse, y pensamos si no se acordará de habérnoslo contado ya. La respuesta es no. No lo recuerda; no tiene conciencia de esa repetición, por eso hace como un bis pero sin querer, porque la repetición es inconsciente. En situaciones así, si interrumpimos para decir que ya conocemos esa historia, quedamos como groseros o impacientes, y si queremos ayudar, resistimos hasta el final de la narración y damos nuestra opinión, con la mejor intención de ayudarle sensatamente, comprobamos que el intento es inútil: siempre hay algo que desconocemos y que desactiva nuestra propuesta. El motivo es que no sirve la elaboración de otro para los problemas de uno.
El sujeto que repite está atrapado en ese relato, en el que alguno de los elementos que allí aparecen, guarda alguna relación íntima, pero desconocida para él, con un sentimiento reprimido (─culpabilidad, enamoramiento, envidia, celos, amor, etc.─) o un pensamiento intolerable para su conciencia, que intenta solucionar. Es decir cuando un pensamiento de ese tipo se presenta abiertamente a la conciencia esta los rechaza una y otra vez, porque esos pensamientos inconscientes, no han sido TRAMITADOS PSIQUICAMENTE, es decir, no han encontrado vías para acceder a la conciencia, no se han deformado lo suficiente para no llamar la atención de la censura y seguir su curso hacia su realización o hacia su represión definitiva y su olvido. Por tanto al no encontrar salida, empujan desde la oscuridad en la que están, hacia el lado de la consciencia que no logran franquear y se muestran como insistencia o repetición inconsciente.
Por eso, ante situaciones del estilo de la descrita, lo mejor que puede hacer el oyente, si no es un profesional, es no opinar y (si puede), recomendar a esa persona que hable con un profesional, ya que este dispone del instrumental adecuado para operar sobre esa especie de sordera psíquica que padece todo sujeto sobre su inconsciente, y sabrá, (por estar entrenado para escuchar de una manera especial), como tratar esa parte que se pierde - tras lo que se dice - en lo que se escucha.
Carlos Barragán Díez, Psicoanalista
sábado, 24 de abril de 2010
Dirigir la cura del paciente no es dirigir su vida
Dirigir la cura del paciente no es dirigir su vida.
El paciente trabajando en su tratamiento, cambia su vida.
Uno no puede hablar más que desde donde se encuentra y el campo en que nos movemos es el de la verdad del sujeto, algo distinto a la noción de realidad. Vulgarmente se cree que al paciente hay que decirle lo que le pasa para que se cure, o sea, posicionarle ante el saber de la verdad. Eso es un error. Al paciente no se le posiciona frente al saber, como al bebé ante la papilla, el paciente viene en una posición, que habrá que ver qué función cumple, o sea para qué está en ese sitio y para ello hay que escuchar al paciente dejar hablar a la verdad, porque la verdad se funda por el hecho de hablar. La verdad habla y el trauma psíquico es del orden de la verdad, no del orden de la realidad, tanto es así que la posición del sujeto respecto a la verdad produce para el sujeto una realidad diferente: una posición psíquica nueva en el mundo conlleva un cambio de realidad sin que la realidad haya cambiado, permitiendo que entre verdad y enfermedad la opción sea verdad; que errando el paciente se vaya posicionando hacia las vías de acceso a ese saber.
Dejarle hablar para que vaya, construyendo─se, para que vaya construyendo su historia, sus recuerdos, sus olvidos, asociando libremente, en ese ¿y a usted que se le ocurre?, en una situación transferencial, o sea, como otras conocidas pero diferente, en tanto esta está pactada, sin seleccionar los temas ni rechazarlos, sin ocultar las ocurrencias intencionadamente y sincerándose con uno mismo y reconociendo esas cosas que uno sabe y no quisiera saber de si mismo. Eso, a una hora determinada, los días determinados, y pagando el precio establecido de antemano, no de cualquier manera ni en cualquier momento, si no puntuado por la interpretación, para poder pasar del chisme a la palabra, del ojo a la mirada. Para el sujeto no hay nada antes de ser simbolizado. Nada humano antes de la palabra.
Verdad o enfermedad: he ahí el dilema. A veces no tenemos el valor moral para afrontar la verdad de lo humano: los celos, las envidias, los ascos, las infidelidades, temas todos de los que nos han hablado los poetas y huimos enfermando. El proceso de enfermar es una acción práctica, tiene una función económica: el ahorro de trabajo, solo que así, desviando la energía que se hubiera empleado en tal trabajo psíquico de su fin, y ocultándoselo a la conciencia haciéndolo pasar inadvertido, queda como energía flotante presta a transformarse en angustia o en la angustia que suele acompañar al síntoma: en forma de miedo a ir al médico no vaya a decirme lo que no quiero oír o enterarme de que me ha dejado mi novia pero a mi no me importa porque no va a encontrar otro como yo... Por eso decimos que la energía libre no empleada se emplea en producir la enfermedad y que es un proceso práctico porque busca una satisfacción inmediata que no puede ser, por definición: ya que solo apreciamos lo que algo nos cuesta. El conocimiento hay que construirlo, no nos es dado. Tiene que construirlo cada uno, es su propia experiencia. No es transmisible. Es trabajo de cada uno: comparar lo que conoce y haciéndose preguntas, ver lo que no desconoce para en un segundo tiempo, reconocerlo: ¿No existe una realidad diferente porque no me puedo hacer la idea o no me quiero hacer la idea porque una realidad diferente me da miedo?. Si un temor es sin base real, o sea, no pone en juego la integridad del sujeto, es ilusorio y por tanto interpretable: por eso el ¿Y a usted qué le parece que a usted le vaya a ir mal cuando a todo el mundo le va bien?.
Hace siglos, los locos eran encerrados en manicomios junto con los leprosos. La lepra hoy no es tan contagiosa, pero la locura sigue siendo temida por todos menos por los propios locos. Algunos no se han enterado y siguen encerrados en sí mismos. Hay que cuestionar qué entendemos por salud.
Analizarse no es ir a hablar y encima pagar por hablar, no es tan sencillo, hay leyes por ejemplo: si bien el paciente en su sesión puede decir cualquier barbaridad que se le ocurra, hay algo que no puede hacer: tiene prohibido quemar el dinero. No puede quemar los billetes en su sesión, eso no le está permitido, porque es un delito y ciertamente, un analista no puede ser cómplice de un delito.
¿Lo dejamos por hoy?
El paciente trabajando en su tratamiento, cambia su vida.
Uno no puede hablar más que desde donde se encuentra y el campo en que nos movemos es el de la verdad del sujeto, algo distinto a la noción de realidad. Vulgarmente se cree que al paciente hay que decirle lo que le pasa para que se cure, o sea, posicionarle ante el saber de la verdad. Eso es un error. Al paciente no se le posiciona frente al saber, como al bebé ante la papilla, el paciente viene en una posición, que habrá que ver qué función cumple, o sea para qué está en ese sitio y para ello hay que escuchar al paciente dejar hablar a la verdad, porque la verdad se funda por el hecho de hablar. La verdad habla y el trauma psíquico es del orden de la verdad, no del orden de la realidad, tanto es así que la posición del sujeto respecto a la verdad produce para el sujeto una realidad diferente: una posición psíquica nueva en el mundo conlleva un cambio de realidad sin que la realidad haya cambiado, permitiendo que entre verdad y enfermedad la opción sea verdad; que errando el paciente se vaya posicionando hacia las vías de acceso a ese saber.
Dejarle hablar para que vaya, construyendo─se, para que vaya construyendo su historia, sus recuerdos, sus olvidos, asociando libremente, en ese ¿y a usted que se le ocurre?, en una situación transferencial, o sea, como otras conocidas pero diferente, en tanto esta está pactada, sin seleccionar los temas ni rechazarlos, sin ocultar las ocurrencias intencionadamente y sincerándose con uno mismo y reconociendo esas cosas que uno sabe y no quisiera saber de si mismo. Eso, a una hora determinada, los días determinados, y pagando el precio establecido de antemano, no de cualquier manera ni en cualquier momento, si no puntuado por la interpretación, para poder pasar del chisme a la palabra, del ojo a la mirada. Para el sujeto no hay nada antes de ser simbolizado. Nada humano antes de la palabra.
Verdad o enfermedad: he ahí el dilema. A veces no tenemos el valor moral para afrontar la verdad de lo humano: los celos, las envidias, los ascos, las infidelidades, temas todos de los que nos han hablado los poetas y huimos enfermando. El proceso de enfermar es una acción práctica, tiene una función económica: el ahorro de trabajo, solo que así, desviando la energía que se hubiera empleado en tal trabajo psíquico de su fin, y ocultándoselo a la conciencia haciéndolo pasar inadvertido, queda como energía flotante presta a transformarse en angustia o en la angustia que suele acompañar al síntoma: en forma de miedo a ir al médico no vaya a decirme lo que no quiero oír o enterarme de que me ha dejado mi novia pero a mi no me importa porque no va a encontrar otro como yo... Por eso decimos que la energía libre no empleada se emplea en producir la enfermedad y que es un proceso práctico porque busca una satisfacción inmediata que no puede ser, por definición: ya que solo apreciamos lo que algo nos cuesta. El conocimiento hay que construirlo, no nos es dado. Tiene que construirlo cada uno, es su propia experiencia. No es transmisible. Es trabajo de cada uno: comparar lo que conoce y haciéndose preguntas, ver lo que no desconoce para en un segundo tiempo, reconocerlo: ¿No existe una realidad diferente porque no me puedo hacer la idea o no me quiero hacer la idea porque una realidad diferente me da miedo?. Si un temor es sin base real, o sea, no pone en juego la integridad del sujeto, es ilusorio y por tanto interpretable: por eso el ¿Y a usted qué le parece que a usted le vaya a ir mal cuando a todo el mundo le va bien?.
Hace siglos, los locos eran encerrados en manicomios junto con los leprosos. La lepra hoy no es tan contagiosa, pero la locura sigue siendo temida por todos menos por los propios locos. Algunos no se han enterado y siguen encerrados en sí mismos. Hay que cuestionar qué entendemos por salud.
Analizarse no es ir a hablar y encima pagar por hablar, no es tan sencillo, hay leyes por ejemplo: si bien el paciente en su sesión puede decir cualquier barbaridad que se le ocurra, hay algo que no puede hacer: tiene prohibido quemar el dinero. No puede quemar los billetes en su sesión, eso no le está permitido, porque es un delito y ciertamente, un analista no puede ser cómplice de un delito.
¿Lo dejamos por hoy?
Prejuicios contra la salud
Sobre prejuicios terapéuticos contra los pacientes.
Se suele escuchar con cierta frecuencia la idea de que quien va psicoanalizarse es que está loco.
Me parece que quien va a un psicoanálista es mas bien justo lo contrario del loco, porque 1º, porque percibe la sensación de que algo que no desea le ocurre, 2º, porque se da cuenta de que eso que le ocurre se escapa a su exclusiva capacidad de regulación, 3º porque quiere saber por qué le pasa eso, 4º, porque acepta que alguien pueda saber más que él, 5º, porque con esa actitud está en situación de poder pensar transformar su situación, 6º, porque es capaz de ir por su propio pie, es decir no le tienen que internar, porque pone la acción al servicio de su deseo de curarse, con lo cual sus expectativas terapéuticas son más altas, 7º, porque ingresa en una nueva dimensión social que se rige por los pactos, algo que no es del registro del amor, es decir del si no te amo no te obedezco, 8º, porque en ese acto está trabajando voluntariamente para sustituir una situación a la que se es y en la que se es inconsciente arrastrado por otra con conciencia, donde también, y simultáneamente, el paciente está sustituyendo aspectos de su vida, lo que va a producir una nueva vida, diseñada, si se puede decir, por él mismo para él mismo, lo cual ya no es lo dado, lo previo, lo anterior a la elección.
Por tanto, sinceramente, a alguien que sea capaz de esto, no me parece honrado llamarle loco. Cuando digo que no me parece honrado estoy introduciendo una dimensión ética, del bien y del mal, y esto es interesante porque solemos tener asociado, lo bello como bueno y lo bueno como bello y por comparación, paralelamente, lo feo con lo malo, y de ahí a creer (o sea a la creencia, como elemento religioso) que lo diferente es malo, lleva a desconfiar de lo desconocido o sea lo nuevo, las nuevas posibilidades que ofrece la vida y como todos sabemos la vida no se equivoca.
Se suele escuchar con cierta frecuencia la idea de que quien va psicoanalizarse es que está loco.
Me parece que quien va a un psicoanálista es mas bien justo lo contrario del loco, porque 1º, porque percibe la sensación de que algo que no desea le ocurre, 2º, porque se da cuenta de que eso que le ocurre se escapa a su exclusiva capacidad de regulación, 3º porque quiere saber por qué le pasa eso, 4º, porque acepta que alguien pueda saber más que él, 5º, porque con esa actitud está en situación de poder pensar transformar su situación, 6º, porque es capaz de ir por su propio pie, es decir no le tienen que internar, porque pone la acción al servicio de su deseo de curarse, con lo cual sus expectativas terapéuticas son más altas, 7º, porque ingresa en una nueva dimensión social que se rige por los pactos, algo que no es del registro del amor, es decir del si no te amo no te obedezco, 8º, porque en ese acto está trabajando voluntariamente para sustituir una situación a la que se es y en la que se es inconsciente arrastrado por otra con conciencia, donde también, y simultáneamente, el paciente está sustituyendo aspectos de su vida, lo que va a producir una nueva vida, diseñada, si se puede decir, por él mismo para él mismo, lo cual ya no es lo dado, lo previo, lo anterior a la elección.
Por tanto, sinceramente, a alguien que sea capaz de esto, no me parece honrado llamarle loco. Cuando digo que no me parece honrado estoy introduciendo una dimensión ética, del bien y del mal, y esto es interesante porque solemos tener asociado, lo bello como bueno y lo bueno como bello y por comparación, paralelamente, lo feo con lo malo, y de ahí a creer (o sea a la creencia, como elemento religioso) que lo diferente es malo, lleva a desconfiar de lo desconocido o sea lo nuevo, las nuevas posibilidades que ofrece la vida y como todos sabemos la vida no se equivoca.
El trato al cliente es muy importante
Del libro del psicoanalista y director de la Sección de clínica de la Escuela de Psicoanálisis Grupo Cero, Miguel Martínez Fondón
APRENDIENDO A ESCUCHAR EN LA EMPRESA
(Estos artículos se pueden encontrar también en EL SEMANAL de JAVEA, años 2009, 2010)
El correcto trato al cliente ( 1 )
La fidelidad del cliente hay que producirla.
El trato con el cliente supone ciertos aspectos psicológicos: relacionarse con otro ser humano, constatar su fidelidad a nuestro negocio, ejecutar una venta o realizar un servicio, cobrar un dinero a cambio de nuestro trabajo, el reconocimiento laboral dentro de la empresa, etc. y habíamos indicado: si por parte del profesional todo esto se hace bien, desde que el cliente entra hasta que sale, para ambos y para la empresa, todo son ganancias.
Es muy frecuente escuchar al encargado de un negocio insistir a sus empleados en que hay que atender muy bien al público. Pero ¿en que consiste una buena atención?: en la tolerancia al cliente y en saber escucharle.
Por desgracia muchos profesionales piensan, equivocadamente, que lo importante es el tiempo de prestación del servicio (el tiempo técnico de desarrollo de la venta) descuidando, en general, la fase de inicio o / y la etapa final, sin darse cuenta que la ansiedad por acabar el trabajo (para atender rápidamente, a otro cliente, que con su mirada nos dice que tiene prisa) hace sospechar de nuestra actitud, y la ansiedad a la hora de trabajar no es nuestra mejor aliada. Para mantener la fidelidad del cliente, tan importante es el modo de recibirlo como la manera de despedirlo y el relajamiento que nos proporciona haber conseguido una venta puede producir una cierta confusión en el cliente que acabamos de atender. Cada vez que perdemos un cliente es porque hay algo en relación con él y de la relación con él que no hemos tolerado: la ganancia que nos reportaría mantenerlo.
La experiencia contrastada y numerosos estudios nos ha enseñado, sin lugar a dudas, que el correcto trato al cliente pasa por 3 fases imprescindibles y necesarias, puesto que forman parte de un proceso donde cada una da paso a la siguiente: 1ª fase: es el Inicio que llamamos El Instante de Ver, 2ª fase: el Desarrollo que llamamos El Tiempo de Comprender y 3ª fase: el Final que llamamos El Momento de Concluir. Todas y cada una son necesarias y complementarias: No hay desarrollo sin inicio ni final sin desarrollo.
La 1ª fase: El inicio, llamado El instante de ver: es la manera en que miramos al cliente; no tiene que ver, exactamente, con lo que vemos sino con lo que miramos y con la mirada del cliente. Es un instante, justo echar un vistazo, donde capturamos mucha información que, automáticamente, nos predispone a un buen encuentro o a todo lo contrario y evidentemente, según recibamos al cliente, este se posicionará anímicamente de un modo u otro frente a nosotros. Es el comienzo de la relación trabajador-cliente.
Este instante de ver comienza cuando le abrimos la puerta o cuando entra el cliente, puesto que muchos negocios tienen puertas automáticas; ya, desde ese mismo instante se puede entorpecer su llegada. ¿Cómo?: Por ejemplo, haciéndole esperar un tiempo que él considere demasiado largo sin atenderle, lo cual le generará un malestar y un grado de desconfianza, que aunque pueda parecer imperceptible, no pasará desapercibido, y además le mostrará que tenemos resistencias a recibirle bien, ya sea por un alto grado de intolerancia hacia las personas, ya sea por un deseo sádico contra la empresa o contra nosotros mismos.
Por donde primero nos entra una persona es por la vista y usamos este sentido para diagnosticar a priori la situación. Hemos distinguido entre mirar y ver, porque son dos cosas distintas. Ver es del orden de la percepción, de los sentidos. Mirar es otra cosa; la mirada tiene que ver con la perspectiva, con la ideología, con nuestra manera de pensar y de concebir el mundo e incluso el amor, la mirada tiene que ver con el “cómo nos cae”. La mirada es subjetiva y para ella el ojo nos ojo porque ve sino porque te ve.
Generalmente, nos fiamos de lo que percibimos a través de nuestros órganos sensoriales, pero estos, casi siempre nos engañan. Debemos contar con ello y ser precavidos, porque enjuiciamos al cliente desde nuestra perspectiva y no desde la suya; le catalogamos desde nuestro punto de vista y según nuestros gustos personales y por regla general, nuestro agrado o desagrado por alguien se debe a la tendencia a compararle, de un modo inconsciente, con una figura conocida o que desearíamos conocer. Por tanto, hemos de contar con que nuestros afectos y emociones, tanto de aceptación como de rechazo, guardan íntima relación con situaciones ya vividas por nosotros o que nos gustaría vivir. Esto ocurre porque la mayor parte de nuestra actividad psíquica es inconsciente, muchas veces pensamos algo sin querer, y sin embargo, mediante esos pensamientos identificamos y comparamos toda situación nueva con otra conocida, (a eso el psicoanálisis le llama el fantasma), pero no debemos olvidar que es nuestro fantasma. En ocasiones, un cliente nos recuerda a esa persona que, desde hace tiempo, esperábamos conocer y esto ya es motivo suficiente para que nos agrade.
El instante de ver establece una relación entre profesional y cliente, donde cada uno refleja ─como un espejo─ alguna cualidad o defecto que ambos comparten. Este reflejo de uno mismo en el otro, puede propiciar un acercamiento o por el contrario un rechazo (y rechazar al cliente no es una buena política comercial).
APRENDIENDO A ESCUCHAR EN LA EMPRESA
(Estos artículos se pueden encontrar también en EL SEMANAL de JAVEA, años 2009, 2010)
El correcto trato al cliente ( 1 )
La fidelidad del cliente hay que producirla.
El trato con el cliente supone ciertos aspectos psicológicos: relacionarse con otro ser humano, constatar su fidelidad a nuestro negocio, ejecutar una venta o realizar un servicio, cobrar un dinero a cambio de nuestro trabajo, el reconocimiento laboral dentro de la empresa, etc. y habíamos indicado: si por parte del profesional todo esto se hace bien, desde que el cliente entra hasta que sale, para ambos y para la empresa, todo son ganancias.
Es muy frecuente escuchar al encargado de un negocio insistir a sus empleados en que hay que atender muy bien al público. Pero ¿en que consiste una buena atención?: en la tolerancia al cliente y en saber escucharle.
Por desgracia muchos profesionales piensan, equivocadamente, que lo importante es el tiempo de prestación del servicio (el tiempo técnico de desarrollo de la venta) descuidando, en general, la fase de inicio o / y la etapa final, sin darse cuenta que la ansiedad por acabar el trabajo (para atender rápidamente, a otro cliente, que con su mirada nos dice que tiene prisa) hace sospechar de nuestra actitud, y la ansiedad a la hora de trabajar no es nuestra mejor aliada. Para mantener la fidelidad del cliente, tan importante es el modo de recibirlo como la manera de despedirlo y el relajamiento que nos proporciona haber conseguido una venta puede producir una cierta confusión en el cliente que acabamos de atender. Cada vez que perdemos un cliente es porque hay algo en relación con él y de la relación con él que no hemos tolerado: la ganancia que nos reportaría mantenerlo.
La experiencia contrastada y numerosos estudios nos ha enseñado, sin lugar a dudas, que el correcto trato al cliente pasa por 3 fases imprescindibles y necesarias, puesto que forman parte de un proceso donde cada una da paso a la siguiente: 1ª fase: es el Inicio que llamamos El Instante de Ver, 2ª fase: el Desarrollo que llamamos El Tiempo de Comprender y 3ª fase: el Final que llamamos El Momento de Concluir. Todas y cada una son necesarias y complementarias: No hay desarrollo sin inicio ni final sin desarrollo.
La 1ª fase: El inicio, llamado El instante de ver: es la manera en que miramos al cliente; no tiene que ver, exactamente, con lo que vemos sino con lo que miramos y con la mirada del cliente. Es un instante, justo echar un vistazo, donde capturamos mucha información que, automáticamente, nos predispone a un buen encuentro o a todo lo contrario y evidentemente, según recibamos al cliente, este se posicionará anímicamente de un modo u otro frente a nosotros. Es el comienzo de la relación trabajador-cliente.
Este instante de ver comienza cuando le abrimos la puerta o cuando entra el cliente, puesto que muchos negocios tienen puertas automáticas; ya, desde ese mismo instante se puede entorpecer su llegada. ¿Cómo?: Por ejemplo, haciéndole esperar un tiempo que él considere demasiado largo sin atenderle, lo cual le generará un malestar y un grado de desconfianza, que aunque pueda parecer imperceptible, no pasará desapercibido, y además le mostrará que tenemos resistencias a recibirle bien, ya sea por un alto grado de intolerancia hacia las personas, ya sea por un deseo sádico contra la empresa o contra nosotros mismos.
Por donde primero nos entra una persona es por la vista y usamos este sentido para diagnosticar a priori la situación. Hemos distinguido entre mirar y ver, porque son dos cosas distintas. Ver es del orden de la percepción, de los sentidos. Mirar es otra cosa; la mirada tiene que ver con la perspectiva, con la ideología, con nuestra manera de pensar y de concebir el mundo e incluso el amor, la mirada tiene que ver con el “cómo nos cae”. La mirada es subjetiva y para ella el ojo nos ojo porque ve sino porque te ve.
Generalmente, nos fiamos de lo que percibimos a través de nuestros órganos sensoriales, pero estos, casi siempre nos engañan. Debemos contar con ello y ser precavidos, porque enjuiciamos al cliente desde nuestra perspectiva y no desde la suya; le catalogamos desde nuestro punto de vista y según nuestros gustos personales y por regla general, nuestro agrado o desagrado por alguien se debe a la tendencia a compararle, de un modo inconsciente, con una figura conocida o que desearíamos conocer. Por tanto, hemos de contar con que nuestros afectos y emociones, tanto de aceptación como de rechazo, guardan íntima relación con situaciones ya vividas por nosotros o que nos gustaría vivir. Esto ocurre porque la mayor parte de nuestra actividad psíquica es inconsciente, muchas veces pensamos algo sin querer, y sin embargo, mediante esos pensamientos identificamos y comparamos toda situación nueva con otra conocida, (a eso el psicoanálisis le llama el fantasma), pero no debemos olvidar que es nuestro fantasma. En ocasiones, un cliente nos recuerda a esa persona que, desde hace tiempo, esperábamos conocer y esto ya es motivo suficiente para que nos agrade.
El instante de ver establece una relación entre profesional y cliente, donde cada uno refleja ─como un espejo─ alguna cualidad o defecto que ambos comparten. Este reflejo de uno mismo en el otro, puede propiciar un acercamiento o por el contrario un rechazo (y rechazar al cliente no es una buena política comercial).
Posibles problemas, psíquicos, del lado de los empresarios
Seguimos APRENDIENDO A ESCUCHAR EN LA EMPRESA:
Por ejemplo: Dos o varios empresarios deciden asociarse para crear una empresa en común. Al principio, aplican su actividad empresarial al desarrollo de la misma y la productividad aumenta de modo insospechado. Todo va bien hasta ese momento -de cambio- en que empieza a haber ganancias. Justo ahí, aparecen los primeros problemas: algo empieza a torcerse y lo que comenzó como un éxito acaba por transformarse, meses después, en un rotundo fracaso. Estamos frente a un caso ─muy común, le puede pasar a cualquiera ─ de fracaso por intolerancia al éxito.
Se sabe que el ser humano está más acostumbrado a fracasar que a triunfar, incluso socialmente estamos más acostumbrados a los fracasos que a los triunfos: mientras que fracasar es casi normal, triunfar nos parece algo raro, por eso, porque fracasar le pasa a cualquiera, se han estudiado y descrito casos de sujetos (hombres y mujeres) a los que, tras alcanzar un rotundo éxito en la vida, les sobreviene un estrepitoso fracaso, como si no pudieran soportar tanta felicidad por el éxito de sus planes.
La causa, se halla enlazada a un sentimiento inconsciente de culpabilidad, originado tiempo atrás, por haber realizado alguna infracción (un acto prohibido), o incluso (la mayoría de las veces), no haberla realizado pero si deseado ardientemente y ⁄ o fantaseado. Cuando esto sucede, el empresario lejos de alegrarse por su triunfo, sorprendentemente, puede, llegar a entristecerse (enfermar de melancolía), precisamente cuando se le ha cumplido un deseo profundamente fundado y largamente acariciado, esto es debido a que en él perduran todavía de un modo inconsciente, ciertos sentimientos de culpabilidad que se manifiestan indirectamente, o sea, en otras situaciones de la vida. Pero además, si su moral personal (su nivel de autocrítica), es muy estricta, será difícil que tolere el éxito en su vida, de manera que el fracaso tiene un sentido psíquico de castigo y este castigo (digamos inconscientemente buscado) calma el malestar originado por aquel sentimiento de culpabilidad (inconsciente).
Por tanto, se puede afirmar que cuando una persona se recrimina su forma de ser, de pensar, de desear, de amar, etc., puede llegar a experimentar un vivo sentimiento inconsciente de culpabilidad que le hace fracasar en cualquier ámbito de su vida, no sólo en lo laboral sino también en lo personal.
Pero puede ocurrir que haya inconscientemente en el empresario una intolerancia... al dinero
Esta es otra causa (aplicable también a encargados, trabajadores, directivos, etc.) que hace que el empresario puede fracasar.
Esto quiere decir que cada persona tiene un grado de tolerancia personal al dinero y a partir de cierta cantidad, el dinero, puede producir en el individuo ciertos cuestionamientos que muchas veces no está dispuesto a plantearse.
Sabemos que no es nada raro que la conciencia de un sujeto tolere un deseo mientras este sólo exista en calidad de fantasía, pero que, sin embargo, se oponga enérgicamente en cuanto tal deseo amenace con hacerse realidad. Justo ahí, es cuando suele aparecer el temor a despertar envidia (o celos) en la familia, en su grupo de amigos o entre sus compañeros, si gana más. Este miedo fantaseado puede ser la causa de que una persona disminuya su productividad, frenando inconscientemente su cantidad de ingresos. Tal cosa ocurre porque al dinero se le atribuye un poder ilimitado, por tanto, puede producir y produce, ciertas fantasías que, a veces, son intolerables para el sujeto; hablamos de fantasías de la órbita sádico-masoquista (el masoquismo es el sadismo dirigido contra uno mismo)
Determinadas personas tienen temor a ganar más dinero por la posibilidad que le ofrece de cambiar de vida o de pareja: y hay parejas que, efectivamente, si ganaran más dinero romperían su relación, así que al no ganarlo permanecen unidas bajo un deseo masoquista que anula toda posibilidad de mejora económica.
Cuando un empresario tiene algún tipo de problemática personal, consciente o inconsciente, relativa a su intolerancia al éxito o al dinero, podemos afirmar que todo el planteamiento organizativo inicial del negocio y su posterior funcionamiento, incluyendo la selección de personal, estará sobredeterminado desde esa problemática, por lo tanto levantará un negocio para que fracase posteriormente.
Se puede afirmar, por tanto, que en estos casos la enfermedad (tanto psíquica: entristecerse como física: accidentarse), surge en el sujeto al cumplirse el deseo, para anular el disfrute de su éxito, pero que también ante la proximidad de su cumplimiento, se puede abortar, de manera inconsciente, el proceso exitoso, impidiendo así la posibilidad de realizar esos cambios.
Pero puede ocurrir tambien, que haya un cierto -y fuerte- sentimiento de culpabilidad (inconsciente)
En general por sentimiento de culpabilidad se entiende una falta ética que el trabajador experimenta ante el pensamiento o la realización de actos poco lícitos hacia personas y circunstancias de su vida. La mayoría de las veces no hace falta que la persona haya cometido ese acto merecedor de castigo, ha bastado, simplemente, con haberlo deseado o fantaseado.
Es muy difícil precisar la esencia y el origen de estas tendencias culposas y autocastigadoras que aparecen, muchas veces, donde menos esperábamos hallarlas, pero podemos afirmar a ciencia cierta que, a mayor sentimiento de culpa sin sanción, mayor transgresión y necesidad de castigo; que tales actos, inconscientes, se cometen precisamente porque están prohibidos moral, social o legalmente y porque, a su ejecución se enlaza un alivio psíquico. Deducimos entonces que: El “delito” cometido es consecuencia del sentimiento de culpabilidad. Por tanto, el sentimiento de culpabilidad es anterior al delito.
Cuando un trabajador (y el empresario es también un trabajador de su empresa) sufre esos penosos sentimientos, tras cometer la falta (= llegar tarde al trabajo, robar, obstaculizar una venta o un negocio, discutir con el ̷ o los cliente ̷ s, boicotear, agredir, estafar, trabajar en contra de la empresa, sabiendo incluso que será descubierto) siente mitigada la presión inconsciente, puesto que ya ha encontrado una justificación consciente: el acto cometido y la sanción correspondiente, con lo que encuentra alivio para su culpa (de ahí la importancia de sancionar tales situaciones)
La intolerancia a aceptar como propios, ciertos deseos inconscientes que pueden entrar en contradicción ética o moral con nuestros ideales personales, puede ser algo tan insoportable para la conciencia de algunas personas que, en comparación, la comisión inconsciente del acto sancionable y la sanción conseguida, es realmente un alivio. Ahora bien, también se dan situaciones en la vida de cualquier persona, como el hecho de que muera algún ser querido, o que se produzca una separación matrimonial, que pueden traer un beneficio al sujeto (una herencia, un ascenso, una relación deseada, etc.) que pueden afectar a su desempeño laboral y llevarle a atentar sobre sí o hacerle sentir la necesidad de castigo, por considerarse culpable de lo que sucedió. No hay que olvidar que el sentimiento del que hablamos actúa inconscientemente, sin que la persona se de cuenta de ello. Así, otras formas de expresión del sentimiento de culpa son: la resignación, que es el sentimiento del que cree que no se merece nada bueno; el autorreproche, sentimiento del que piensa que no vale para nada, que es que él no sirve; o cierta esclavitud como es la de ese trabajador que solo busca malos trabajos, mal pagados.
Por ejemplo: Dos o varios empresarios deciden asociarse para crear una empresa en común. Al principio, aplican su actividad empresarial al desarrollo de la misma y la productividad aumenta de modo insospechado. Todo va bien hasta ese momento -de cambio- en que empieza a haber ganancias. Justo ahí, aparecen los primeros problemas: algo empieza a torcerse y lo que comenzó como un éxito acaba por transformarse, meses después, en un rotundo fracaso. Estamos frente a un caso ─muy común, le puede pasar a cualquiera ─ de fracaso por intolerancia al éxito.
Se sabe que el ser humano está más acostumbrado a fracasar que a triunfar, incluso socialmente estamos más acostumbrados a los fracasos que a los triunfos: mientras que fracasar es casi normal, triunfar nos parece algo raro, por eso, porque fracasar le pasa a cualquiera, se han estudiado y descrito casos de sujetos (hombres y mujeres) a los que, tras alcanzar un rotundo éxito en la vida, les sobreviene un estrepitoso fracaso, como si no pudieran soportar tanta felicidad por el éxito de sus planes.
La causa, se halla enlazada a un sentimiento inconsciente de culpabilidad, originado tiempo atrás, por haber realizado alguna infracción (un acto prohibido), o incluso (la mayoría de las veces), no haberla realizado pero si deseado ardientemente y ⁄ o fantaseado. Cuando esto sucede, el empresario lejos de alegrarse por su triunfo, sorprendentemente, puede, llegar a entristecerse (enfermar de melancolía), precisamente cuando se le ha cumplido un deseo profundamente fundado y largamente acariciado, esto es debido a que en él perduran todavía de un modo inconsciente, ciertos sentimientos de culpabilidad que se manifiestan indirectamente, o sea, en otras situaciones de la vida. Pero además, si su moral personal (su nivel de autocrítica), es muy estricta, será difícil que tolere el éxito en su vida, de manera que el fracaso tiene un sentido psíquico de castigo y este castigo (digamos inconscientemente buscado) calma el malestar originado por aquel sentimiento de culpabilidad (inconsciente).
Por tanto, se puede afirmar que cuando una persona se recrimina su forma de ser, de pensar, de desear, de amar, etc., puede llegar a experimentar un vivo sentimiento inconsciente de culpabilidad que le hace fracasar en cualquier ámbito de su vida, no sólo en lo laboral sino también en lo personal.
Pero puede ocurrir que haya inconscientemente en el empresario una intolerancia... al dinero
Esta es otra causa (aplicable también a encargados, trabajadores, directivos, etc.) que hace que el empresario puede fracasar.
Esto quiere decir que cada persona tiene un grado de tolerancia personal al dinero y a partir de cierta cantidad, el dinero, puede producir en el individuo ciertos cuestionamientos que muchas veces no está dispuesto a plantearse.
Sabemos que no es nada raro que la conciencia de un sujeto tolere un deseo mientras este sólo exista en calidad de fantasía, pero que, sin embargo, se oponga enérgicamente en cuanto tal deseo amenace con hacerse realidad. Justo ahí, es cuando suele aparecer el temor a despertar envidia (o celos) en la familia, en su grupo de amigos o entre sus compañeros, si gana más. Este miedo fantaseado puede ser la causa de que una persona disminuya su productividad, frenando inconscientemente su cantidad de ingresos. Tal cosa ocurre porque al dinero se le atribuye un poder ilimitado, por tanto, puede producir y produce, ciertas fantasías que, a veces, son intolerables para el sujeto; hablamos de fantasías de la órbita sádico-masoquista (el masoquismo es el sadismo dirigido contra uno mismo)
Determinadas personas tienen temor a ganar más dinero por la posibilidad que le ofrece de cambiar de vida o de pareja: y hay parejas que, efectivamente, si ganaran más dinero romperían su relación, así que al no ganarlo permanecen unidas bajo un deseo masoquista que anula toda posibilidad de mejora económica.
Cuando un empresario tiene algún tipo de problemática personal, consciente o inconsciente, relativa a su intolerancia al éxito o al dinero, podemos afirmar que todo el planteamiento organizativo inicial del negocio y su posterior funcionamiento, incluyendo la selección de personal, estará sobredeterminado desde esa problemática, por lo tanto levantará un negocio para que fracase posteriormente.
Se puede afirmar, por tanto, que en estos casos la enfermedad (tanto psíquica: entristecerse como física: accidentarse), surge en el sujeto al cumplirse el deseo, para anular el disfrute de su éxito, pero que también ante la proximidad de su cumplimiento, se puede abortar, de manera inconsciente, el proceso exitoso, impidiendo así la posibilidad de realizar esos cambios.
Pero puede ocurrir tambien, que haya un cierto -y fuerte- sentimiento de culpabilidad (inconsciente)
En general por sentimiento de culpabilidad se entiende una falta ética que el trabajador experimenta ante el pensamiento o la realización de actos poco lícitos hacia personas y circunstancias de su vida. La mayoría de las veces no hace falta que la persona haya cometido ese acto merecedor de castigo, ha bastado, simplemente, con haberlo deseado o fantaseado.
Es muy difícil precisar la esencia y el origen de estas tendencias culposas y autocastigadoras que aparecen, muchas veces, donde menos esperábamos hallarlas, pero podemos afirmar a ciencia cierta que, a mayor sentimiento de culpa sin sanción, mayor transgresión y necesidad de castigo; que tales actos, inconscientes, se cometen precisamente porque están prohibidos moral, social o legalmente y porque, a su ejecución se enlaza un alivio psíquico. Deducimos entonces que: El “delito” cometido es consecuencia del sentimiento de culpabilidad. Por tanto, el sentimiento de culpabilidad es anterior al delito.
Cuando un trabajador (y el empresario es también un trabajador de su empresa) sufre esos penosos sentimientos, tras cometer la falta (= llegar tarde al trabajo, robar, obstaculizar una venta o un negocio, discutir con el ̷ o los cliente ̷ s, boicotear, agredir, estafar, trabajar en contra de la empresa, sabiendo incluso que será descubierto) siente mitigada la presión inconsciente, puesto que ya ha encontrado una justificación consciente: el acto cometido y la sanción correspondiente, con lo que encuentra alivio para su culpa (de ahí la importancia de sancionar tales situaciones)
La intolerancia a aceptar como propios, ciertos deseos inconscientes que pueden entrar en contradicción ética o moral con nuestros ideales personales, puede ser algo tan insoportable para la conciencia de algunas personas que, en comparación, la comisión inconsciente del acto sancionable y la sanción conseguida, es realmente un alivio. Ahora bien, también se dan situaciones en la vida de cualquier persona, como el hecho de que muera algún ser querido, o que se produzca una separación matrimonial, que pueden traer un beneficio al sujeto (una herencia, un ascenso, una relación deseada, etc.) que pueden afectar a su desempeño laboral y llevarle a atentar sobre sí o hacerle sentir la necesidad de castigo, por considerarse culpable de lo que sucedió. No hay que olvidar que el sentimiento del que hablamos actúa inconscientemente, sin que la persona se de cuenta de ello. Así, otras formas de expresión del sentimiento de culpa son: la resignación, que es el sentimiento del que cree que no se merece nada bueno; el autorreproche, sentimiento del que piensa que no vale para nada, que es que él no sirve; o cierta esclavitud como es la de ese trabajador que solo busca malos trabajos, mal pagados.
Sobre la gestión emocional de las empresas
(APRENDIENDO A ESCUCHAR en LA EMPRESA)
(Estos artículos se pueden encontrar también en EL SEMANAL de JAVEA, años 2009, 2010)
La fidelidad del cliente
1
Hoy día, los niveles de competencia, en cualquier rama laboral, son tan elevados y las diferencias de precios tan mínimas que, en ese aspecto, todos son casi similares, por tanto, la clave reside en el trato al cliente.
El encuentro con el cliente supone muchas cuestiones: la relación con otro ser humano, la constatación de su fidelidad a nuestro negocio, la ejecución de una venta o la realización de un servicio, el pago de un dinero a cambio de nuestro trabajo por parte del cliente y el cobro por nuestra parte, y el reconocimiento laboral dentro de la empresa. Podríamos decir que ─ haciéndolo bien ─ desde que el cliente entra hasta que sale, para el profesional y para la empresa todo son ganancias.
Dice un refrán castellano que Poderoso caballero es Don Dinero, y otro, que El cliente siempre tiene razón; ambas frases del saber popular nos avisan de lo siguiente: el cliente tiene abiertas las puertas de cualquier negocio porque él decide dónde gastarlo.
Todo negocio se basa en el intercambio de un servicio o una mercancía por dinero, pero solemos olvidar que dicho proceso se produce entre personas que sienten, aman, se deprimen, odian, ríen, y lloran; es decir, entre sujetos psíquicos, así que, la oferta de cualquier servicio siempre está tocada por los aspectos psíquicos individuales del profesional y los aspectos psíquicos del cliente.
Los empresarios desconocen, a menudo, las causas que hacen que su negocio no prospere. La causa está en que no tienen en cuenta que el fracaso de las relaciones afectivas entre los clientes y los trabajadores, puede ser debido a problemas afectivos personales de los trabajadores: Cuando uno se desprecia a sí mismo o a la vida, con toda seguridad, extrapolará dicho sentimiento al entorno que le rodea: familia, amigos, empresa y compañeros de trabajo.
Si un trabajador tiene dificultades con el amor-altruista a lo social y a sus semejantes, podemos garantizar que será intolerante con los clientes, pero es que sabemos que sólo se tolera la presencia del cliente si entre este y el trabajador hay o se produce una relación de transferencia afectiva cordial, puesto que son las uniones afectivas y ⁄ o emocionales las que garantizan la continuidad y la durabilidad de la relación profesional-cliente. Aquí es donde radica la importancia de lo afectivo (querer al cliente), porque en su variante más pura, el amor es del orden del dar sin esperar recibir nada a cambio.
2
Al cliente no se le debe ni se le puede molestar bajo ningún concepto, aunque cuando ocurre, a veces, éste suele dar una segunda oportunidad al profesional, ahora bien, si el hecho se repite, podemos tener la seguridad de haberlo perdido definitivamente. Cuando el proceso de venta no está cordialmente humanizado (por el proceso de identificación del que ya hablaremos), se convierte en un acto frío y distante que levanta una barrera psíquica entre el cliente y el vendedor.
Todo comprador necesita sentirse especial, deseado no solo por su dinero, sentirse importante, valorado y tolerado por quién le atiende. Si logramos interesarnos por la persona más que por su dinero, el proceso será más fluido; el cliente no captará la ansiedad que tenemos a veces por vender, que habitualmente, genera desconfianza y es la causa inconsciente de su rechazo.
Cuando se ha establecido un vínculo emocional es más fácil que el cliente permanezca fiel a esa relación, debido a que se generan fuertes lazos afectivos, que de abandonarlos, pueden hacerle experimentar un sentimiento de culpa que le obligue a volver de nuevo. Por eso decimos que la falta de deseo de un trabajador y la desidia por su trabajo o por el buen funcionamiento de la empresa, es el cáncer que acaba matando la relación con el cliente. Así pues, si perdemos la fidelidad del cliente es por falta de tolerancia hacia él y hacia las ganancias económicas que nos produciría la afluencia y estabilidad de trabajo.
Vamos a analizar las dificultades internas (psicológicas para entendernos), sin referirnos a las causas externas que pueden llevar a un negocio al fracaso como son: mala ubicación, dificultades de orden económico o ajenas al mismo debido a situaciones políticas, sociales etc.. Vamos a trabajar el aspecto psíquico del núcleo laboral compuesto por el grupo empresario-trabajadores. Cada sujeto que pertenece al grupo, por hablante, tiene su propio inconsciente que determina el modo de relacionarse con la realidad laboral. Por eso, tanto en empresarios como en trabajadores, pueden existir causas psíquicas que les impulsen, de un modo inconsciente, a trabajar contra el crecimiento de la empresa: envidia entre socios o compañeros, sentimiento de culpa frente a la ganancia, intolerancia al dinero por los cambios que puede aportar, etc.
Fracasar en cualquier negocio de la vida es sumamente sencillo. El triunfo requiere constancia, dedicación y trabajo para seguir manteniéndolo. Aunque parezca una paradoja, cuesta el mismo trabajo fracasar que triunfar. Es decir, hacer las cosas a nuestro favor o hacerlas en nuestra contra conlleva el mismo gasto mental y físico. Para mantenerse en la cima debe existir en el sujeto una tolerancia al éxito.
(Estos artículos se pueden encontrar también en EL SEMANAL de JAVEA, años 2009, 2010)
La fidelidad del cliente
1
Hoy día, los niveles de competencia, en cualquier rama laboral, son tan elevados y las diferencias de precios tan mínimas que, en ese aspecto, todos son casi similares, por tanto, la clave reside en el trato al cliente.
El encuentro con el cliente supone muchas cuestiones: la relación con otro ser humano, la constatación de su fidelidad a nuestro negocio, la ejecución de una venta o la realización de un servicio, el pago de un dinero a cambio de nuestro trabajo por parte del cliente y el cobro por nuestra parte, y el reconocimiento laboral dentro de la empresa. Podríamos decir que ─ haciéndolo bien ─ desde que el cliente entra hasta que sale, para el profesional y para la empresa todo son ganancias.
Dice un refrán castellano que Poderoso caballero es Don Dinero, y otro, que El cliente siempre tiene razón; ambas frases del saber popular nos avisan de lo siguiente: el cliente tiene abiertas las puertas de cualquier negocio porque él decide dónde gastarlo.
Todo negocio se basa en el intercambio de un servicio o una mercancía por dinero, pero solemos olvidar que dicho proceso se produce entre personas que sienten, aman, se deprimen, odian, ríen, y lloran; es decir, entre sujetos psíquicos, así que, la oferta de cualquier servicio siempre está tocada por los aspectos psíquicos individuales del profesional y los aspectos psíquicos del cliente.
Los empresarios desconocen, a menudo, las causas que hacen que su negocio no prospere. La causa está en que no tienen en cuenta que el fracaso de las relaciones afectivas entre los clientes y los trabajadores, puede ser debido a problemas afectivos personales de los trabajadores: Cuando uno se desprecia a sí mismo o a la vida, con toda seguridad, extrapolará dicho sentimiento al entorno que le rodea: familia, amigos, empresa y compañeros de trabajo.
Si un trabajador tiene dificultades con el amor-altruista a lo social y a sus semejantes, podemos garantizar que será intolerante con los clientes, pero es que sabemos que sólo se tolera la presencia del cliente si entre este y el trabajador hay o se produce una relación de transferencia afectiva cordial, puesto que son las uniones afectivas y ⁄ o emocionales las que garantizan la continuidad y la durabilidad de la relación profesional-cliente. Aquí es donde radica la importancia de lo afectivo (querer al cliente), porque en su variante más pura, el amor es del orden del dar sin esperar recibir nada a cambio.
2
Al cliente no se le debe ni se le puede molestar bajo ningún concepto, aunque cuando ocurre, a veces, éste suele dar una segunda oportunidad al profesional, ahora bien, si el hecho se repite, podemos tener la seguridad de haberlo perdido definitivamente. Cuando el proceso de venta no está cordialmente humanizado (por el proceso de identificación del que ya hablaremos), se convierte en un acto frío y distante que levanta una barrera psíquica entre el cliente y el vendedor.
Todo comprador necesita sentirse especial, deseado no solo por su dinero, sentirse importante, valorado y tolerado por quién le atiende. Si logramos interesarnos por la persona más que por su dinero, el proceso será más fluido; el cliente no captará la ansiedad que tenemos a veces por vender, que habitualmente, genera desconfianza y es la causa inconsciente de su rechazo.
Cuando se ha establecido un vínculo emocional es más fácil que el cliente permanezca fiel a esa relación, debido a que se generan fuertes lazos afectivos, que de abandonarlos, pueden hacerle experimentar un sentimiento de culpa que le obligue a volver de nuevo. Por eso decimos que la falta de deseo de un trabajador y la desidia por su trabajo o por el buen funcionamiento de la empresa, es el cáncer que acaba matando la relación con el cliente. Así pues, si perdemos la fidelidad del cliente es por falta de tolerancia hacia él y hacia las ganancias económicas que nos produciría la afluencia y estabilidad de trabajo.
Vamos a analizar las dificultades internas (psicológicas para entendernos), sin referirnos a las causas externas que pueden llevar a un negocio al fracaso como son: mala ubicación, dificultades de orden económico o ajenas al mismo debido a situaciones políticas, sociales etc.. Vamos a trabajar el aspecto psíquico del núcleo laboral compuesto por el grupo empresario-trabajadores. Cada sujeto que pertenece al grupo, por hablante, tiene su propio inconsciente que determina el modo de relacionarse con la realidad laboral. Por eso, tanto en empresarios como en trabajadores, pueden existir causas psíquicas que les impulsen, de un modo inconsciente, a trabajar contra el crecimiento de la empresa: envidia entre socios o compañeros, sentimiento de culpa frente a la ganancia, intolerancia al dinero por los cambios que puede aportar, etc.
Fracasar en cualquier negocio de la vida es sumamente sencillo. El triunfo requiere constancia, dedicación y trabajo para seguir manteniéndolo. Aunque parezca una paradoja, cuesta el mismo trabajo fracasar que triunfar. Es decir, hacer las cosas a nuestro favor o hacerlas en nuestra contra conlleva el mismo gasto mental y físico. Para mantenerse en la cima debe existir en el sujeto una tolerancia al éxito.
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